Diario de Mallorca

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Crónica de Antaño

Palma festeja el derribo de sus murallas

Mientras el pueblo gritaba: "¡Al fin la ciudad entra en la modernidad!", los especuladores se convertían en los principales beneficiarios

La muralla de Palma y el cuartel de milicias frente a la Llotja en 1860. palma ahir, palma avui

El 12 de febrero de 1902 Alfonso XIII firmó la orden de derribar las murallas de Palma. Aunque hoy nos sorprenda y vaya contra el sentir general, en aquel tiempo había un anhelo generalizado entre los palmesanos por derribar el recinto murario de la ciudad. Solo unos pocos intelectuales se opusieron a ese colosal proyecto. Se había conseguido extender la idea de que con la desaparición de estas viejas defensas, Palma entraría de lleno en la modernidad. Fueron las ideas higienistas las que penetraron en la conciencia de muchas personas de la época. La ciudad, con sus murallas, era algo así como una habitación poco ventilada y por tanto insana. En 1892, Eusebio Estada había dejado escrito: "Dentro de 38 años contará Palma con 109.000 habitantes, cuando a principios de este siglo no contaba más de 35.000. [...] No hay más solución que la indicada: el ensanche de la población, con la base obligada e imprescindible del derribo de las fortificaciones".

Esa idea venía como anillo al dedo a los especuladores. Sin las murallas, las limitaciones urbanísticas impuestas por el ejército (las áreas de respeto, que prohibían construir a menos de mil metros del recinto defensivo), dejarían de tener vigencia y la ciudad podría expandirse libremente. Por este motivo, no debe extrañarnos que el día que se empezaron a tirar las murallas, las autoridades de Palma y gentes venidas de todos los puntos de Mallorca estuviesen varios días festejándolo.

Lluís Fàbregas, siendo todavía adolescente, escuchó innumerables veces cómo sus mayores recordaban con alegría aquellos días en que Palma tiró la casa por la ventana. Tanto es así que Fábregas no dudaba en afirmar que "nunca hubo fiestas tan hermosas como las habidas en aquella época". A las seis de la mañana del día 10 de agosto, "tot un estol de xeremiers" nunca visto, constituido por más de 50 parejas de tamborers y xeremiers, fueron ocupando las calles, despertando al vecindario. Pronto azoteas, balcones y aceras quedaron repletos de hombres, mujeres y niños que lanzaban vítores ante aquel esperado acontecimiento. Mientras el pueblo gritaba entusiasmado aquello de que "¡al fin la ciudad de Palma entra en la modernidad!", los especuladores, auténticos artífices de aquel desaguisado, también se convertían en los principales beneficiarios.

Las clases más pudientes, con la ayuda del Ayuntamiento, organizaron un reparto de bonos para la gente más humilde. Fueron más de mil las personas que se presentaron frente a las puertas de Cort para recibir el dinero. En el Teatro Lírico se organizó una fiesta infantil mientras algunas jóvenes bienestantes se entretenían repartiendo "montañas de juguetes" entre los niños de los hospicios y otros lugares poco agraciados. La Caja de Ahorros repartió a cien muchachas y muchachos aprendices de algún oficio una libreta con cinco pesetas, a las que el obispo Campins añadió otras 2,5.

A las cinco de la tarde apareció en Cort una comitiva formada por autoridades, la banda municipal, la banda del regimiento de infantería, los orfeones de la Protectora, las sociedades obreras blandiendo sus estandartes, los peones camioneros, funcionarios municipales y, por supuesto, los Tamborers de la Sala y los maceros, que precedían a la Corporación Municipal. Desde allí se dirigieron hacia Conquistador, el Born, la Rambla, Oms... hasta llegar al baluarte de Zanoguera (situado entre la plaza de España y la Porta de Sant Antoni).

Los balcones, azoteas y murallas de los alrededores estaban atestados de gente que quería ser testigo del histórico acontecimiento. Cuando la comitiva se hubo repartido y situado en el baluarte, empezó a sonar la Marcha Real. El público se puso en pie e irrumpieron en el acto el alcalde de Palma, Antonio Rosselló Gómez, acompañado de la hija del General Weyler. Luego sonó el himno de Mallorca que, por lo visto, fue la primera vez que se tocó en un acto oficial. Algunas autoridades hicieron breves discursos. Finalmente, la señora Weyler, a la que se entregó una piqueta de plata diseñada por Ricard Anckermann, procedió al simbólico golpe. Al mismo tiempo que el pico percutía en el marés, se soltaron de golpe "más de un millar de palomas", que con sus alas blanquearon el cielo, provocando el estallido de una fuerte ovación.

Jamás los habitantes de Palma habían vivido unos momentos de tanta alegría y gozo colectivos. El delirio provocó que esa primera piedra derribada fuese llevada a la tribuna central de la fachada del Ayuntamiento y puesta sobre un pedestal para que pudiese ser contemplada por la ciudadanía. Durante toda aquella noche, se iluminaron los principales edificios y plazas de Palma, mientras unos tres mil ciclistas, venidos de todos los puntos de la isla, todos ellos equipados con farolillos venecianos, desfilaron por la ciudad, seguidos por los pocos automóviles que había en Mallorca ante la atenta mirada de numeroso público.

A la mañana siguiente, misa solemne en la Catedral y al finalizar sonaron todas las campanas de las iglesias existentes en la isla. En la Sala se proclamaron hijos ilustres de Mallorca a Eusebio Estada y al conde de San Simón, cuyos retratos, obra de Ricard Anckermann y Vicente Furió, respectivamente, fueron destapados y pasaron a formar parte de la galería de hijos ilustres del antiguo reino de Mallorca. Por la tarde hubo una novillada que atrajo a numeroso público, todo un éxito según la prensa: "una entrada com se´n veuen poques". La noche del día 11 hubo fuegos artificiales que dejaron boquiabierto al público que atestó de nuevo las alturas y lugares estratégicos mejor situados para contemplar el espectáculo. Según cuentan, la gente se extendía desde la calle Mirador, frente a la Catedral, hasta Portopí, aparte de las numerosas barcas que fueron repartiéndose por la bahía.

El último día, el 12 de agosto, la Corporación Municipal volvió a desfilar bajo mazas, acompañada por Eusebio Estada y Pedro Miró Granada en dirección a Can Weyler para entregar la piqueta de plata a la señora Weyler como testimonio de agradecimiento a su padre, el General, pues su intercesión fue decisiva para conseguir la autorización del derribo. Luego se sirvió un aperitivo por parte de los establecimientos principales de la ciudad: Can Frasquet, es Forn de Ses Llebres, Forn Fondo, Canet, Can Totxo, Santa Eulari y es Forn des Paners. Los actos acabaron con una Fiesta Marítima organizada por el Club de Regatas. La traca final fue eso, una traca que recorrió toda la ciudad, desde la calle Sant Miquel hasta el puerto. Dicen las crónicas que "aquello fue apoteósico, pues había muchas personas en Mallorca que no habían visto un espectáculo semejante [...], aquello fue apostrofado de Acontecimiento Único y de-fi-ni-ti-vo".

Entre tanta alegría desatada, aquellas gentes nunca se imaginaron que unos años más tarde el derribo de las murallas se consideraría un grave atentado contra el patrimonio histórico de Palma.

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