Rocío Jurado cantaría Como una ola. Un sismólogo deduciría que nos encontramos ante los pliegues causados por el desplazamiento de las placas tectónicas. El esteta se admiraría ante la perfección y el equilibrio de la obra que ha logrado generar un movimiento que supera los límites de la realidad y nos transporta a un mundo onírico en el que se trasciende hacia el infinito, que es la meta inalcanzable a la que aspira todo artista. El maestro de obras alabaría al albañil por la precisión de su trabajo.
¿Y el peatón? El sufrido caminante se ciscaría en los anteriores y maldeciría otra acera impracticable. Una más de las muchas que obligan a circular por la calzada porque resultan hostiles para quienes buscan la seguridad en zonas exclusivas para viandantes. Las gentes de a pie siempre acaban sufriendo las consecuencias del reinado absoluto y absolutista del coche.
Existen distintas clases de aceras diseñadas para ahuyentar a los peatones. Veamos algunos ejemplos. Está la de dos palmos, que solo es apta para personas que pesan menos de 40 kilos y miden más de 1,80 metros. Quienes no responden a esta figura fideo solo pueden circular por ellas si están dispuestos a dejarse la piel de los codos en paredes y ventanas.
También abunda la acera okupada. Es la que el Ayuntamiento ha abarrotado de farolas, señales de tráfico y contenedores de basura. La misma en la que los bares han colocado mesas, sillas, sombrillas y mamparas. También es aquella en la que los comercios sitúan cestos de fruta o expositores de tarjetas postales. Son las aceras 3.000 metros obstáculos. Ideales para preparar unos juegos olímpicos.
Podríamos referirnos a las cicloaceras, que están prohibidas, aunque usted ya sabe que abundan en todos los barrios. O las aceras chicle, en las que el paseante se queda pegado como una lapa. Hay más, pero un artículo no es una tesis doctoral y aún nos queda definir la fotografiada por Torrelló en el Terreno en el año 1987. ¿Es la acera montaña rusa, también conocida como Dragón Khan? Probablemente.