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Física de las brisas

Física de las brisas

No hay estación como el verano para descubrir la materialidad de la brisa. Porque habitualmente consideramos el aire como lo más liviano e insustancial. Pero eso ocurre cuando la brisa resulta meramente accesoria. Un pequeño soplo en la cara. Un temblor en las hojas del suelo. Una cortina que se mueve. Una persiana que se cierra.

Pero con el calor, la brisa se convierte casi en una materia sólida. Estás refugiado en una sombra. Sofoco de sol y de humedad. Y de repente, entra una brisa. En ese momento, no es aire: es otra cosa.

Por ejemplo, hay brisas mentoladas. Esas que penetran como un té a la menta, y te llenan de un frescor aromatizado, profundo. Te alivian no sólo la temperatura, sino también los sentidos. Brisas de herboristería que curan los males estivales.

Otras brisas resultan achocolatadas. Son densas y espesas. Cuando te sorprenden debajo de las hojas de un árbol, las degustas y paladeas. Casi te pasarías la lengua por la comisura de los labios después de disfrutarlas.

Hay brisas marmóreas. Esas que salen de las iglesias y los mausoleos. Tienen algo de ultratúmbico, porque son gélidas y minerales. Parecen regresar del pasado, por alguna grieta en la geografía del tiempo. Refrescan, pero dan un poco de repelús.

Y finalmente, también tenemos las medias brisas. Esas que parecen un helado de vainilla y chocolate. Por un lado son frescas, pero por el otro también cálidas. Porque arrastran el polvo y los efluvios de campos, tapiales y carreteras ardientes.

La física de las brisas es así variada. Casi infinita.

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