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Palma a la vista

Nos suspenden pero vienen

Resulta que los turistas nos ponen falta pero aquí están. Se cuentan por millones. ¿Padecen síndrome de Estocolmo?

Cada tarde, a la caída del sol, en el litoral urbano se ven turistas y no parecen infelices. L.D.

Al fenómeno turístico cabe asignarle dosis de paranoia. Entre esos millones de visitantes, se cuenta un grupo de cuatrocientas personas protestonas. Vienen para suspendernos. Cabe decir que las encuestas nunca fueron muy exhaustivas en cuanto a representatividad, pero como vivimos cierta tiranía de los sociólogos, nos gusta servirnos de ellos porque nos va reducir la complejidad de la vida a las socorridas estadísticas.

Resulta que las bondades de este destino turístico que es Mallorca, perro viejo en la industria, están puestas en entredicho por ellos, los visitantes. No les gustan ni los hoteles, ni Palma, a la que encuentran cara y sucia, con unos servicios deficientes, y solo nos salvan el sol y la playa. ¿Y el Estado Islámico?

Sin embargo, ahí los tenemos, por millones. A eso se le llama en psicología, síndrome de Estocolmo. Me tratas mal pero te quiero. De igual manera, nosotros, los receptores, padecemos el mismo mal. No les apreciamos demasiado, se diría que cada vez menos, pero les abrimos las puertas de nuestras casas, de las segundas residencias, y les vendemos la herencia que ya no podemos pagar. Tampoco debe extrañarnos porque ya hemos advertido que somos un destino perro viejo, y como tal, hace rato que vendimos buena parte del patrimonio.

El apocalipsis de la industria turística del Mediterráneo está inspirado. Algunos de sus jinetes, Venecia y Barcelona están que relinchan. Se habla de poner coto. En el primer caso, se tendrán que dar prisa porque la ciudad más bella del mundo se muere. Venecia sin ti, no; Venecia sin venecianos. Ese es otro éxodo digno de estudio, de cómo el turismo está desplazando a los nacidos en los destinos turísticos a otros lugares.

Cada tarde, a la caída del sol, en la línea de costa de la ciudad, desde la platja de Palma hasta Portopí, son miles los turistas que se bañan, pasean, cenan, otros se atiborran de alcohol, para qué negarlo, y otros pedalean en algún tramo de ese largo carril bici de la costa urbana. No parecen muy disgustados, más bien se les ve satisfechos, casi diría que felices. ¡Ay que ver el síndrome de Estocolmo del turista qué buen actor es!

Mientras, ¿qué les ocurre a los huéspedes? Los hoteleros baten palmas en su mejor temporada, y debe ser muy buena porque no se quejan, ellos que siempre lloran; los restauradores, ídem de ídem. Los que han puesto sus casas o habitaciones en alquiler están más que satisfechos. El sector servicios, taxistas, camareras de pisos, camareros, guías, sufren en silencio porque les han enseñado que jamás se debe morder la mano del que te da de comer, y mucho menos en estos tiempos. ¿El resto? Resignados, y algunos pocos esperando que llegue el otoño.

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