Nuestra cultura no ha valorado suficientemente las mercerías. Cada vez que uno de esos tradicionales establecimientos cierra, como ocurre ahora con Casa Bet, representa una tragedia. No supone sólo la pérdida de un establecimiento, sino de un mundo. Las mercerías tienen un carácter que las hace absolutamente mágicas. En primer lugar, su mercancía es menuda y barata.
Probablemente, esa virtud es la que dificulta su adaptación de una ciudad cada día más cara. Pero, en contrapartida, posee un gran componente moral. Porque te demuestra que la belleza, el capricho, la distinción, no se compran con dinero.
En sus misteriosos estantes y cajoncitos, las mercerías guardan miríadas de objetos hermosos. Desde las cintas a los botones, los forros, las cremalleras, los abanicos, los hilos de colores, las puntillas... Cada uno de ellos te despierta un universo de ensoñaciones. Porque la miniatura, el objeto pequeño, siempre alimenta los sueños y las imaginaciones. Y en eso, las mercerías se llevan la palma.
Las mercerías son depositarias de valores antiguos, hoy en crisis. Por ejemplo, la acumulación de género con antigüedad, su sistema tan cartesiano de clasificación y almacenamiento, el perfil de unos dependientes que requiere un largo aprendizaje, el gusto por la calidad y no por la cantidad, la búsqueda del detalle antes del negocio
Los clientes de las mercerías acabarán en un establecimiento oriental o una gran superficie. Como si fuera lo mismo. Pero existe un abismo que los separa. Porque en la mercería todo está singularizado, valorizado, clasificado. Cada cosa tiene su historia y su valor. En cambio, en los grandes establecimientos de hoy en día, se etiqueta y serializa.
Si existe una tienda cercana al mundo del espíritu, son las mercerías. No entiendo como la ciudad, que debería velar por sus esencias, asiste impávida a su desaparición.
