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Palma a la vista

'Puente a Mallorca'

Una imagen parecida al dibujo se repetirá millones de veces este verano. Feliu Renom

Trece millones de personas no tienen miedo al avión. Unos cuantos menos, no temen al barco. Los Mismos, que sí tenían pavor a volar y a navegar, se les adelantaron al GOB porque ellos tararearon las bondades de alcanzar la isla cruzando un puente desde Valencia a Mallorca, "caminando, en bicicleta o en autostop".

Puente a Mallorca fue la canción del verano del 64, hit le decían aquellos españolitos que querían internacionalizarse colocando en su vocabulario un anglicismo.

Han transcurrido más de cincuenta años y seguimos sin puente; supongo que a Jaume Matas le faltó tiempo para encargárselo a su amigo Santiago Calatrava, solo que la justicia se le puso por delante. ¡Se siente! Quizá por el precio de una ópera en medio de la bahía de Palma, podría haber unido la isla con Valencia. Sería del todo pertinente porque los pasajeros alcanzarían en línea recta uno de los destinos favoritos de parte de esos millones de turistas: Magalluf. Incluso se podría organizarles un tour, ¡y dále con el inglés!, temático. De Terra Mítica a la Ciudad de las Artes y las Ciencias, también del amiguísimo Calatrava, para darse el colofón en lo más top, ¡ya te vale!, de Calvià.

Con puente o sin él, estamos a las puertas del verano. Los trabajadores del aeropuerto están de los nervios. Poca broma: un avión cada dos minutos, 714 al día. ¿Se le ha ocurrido pensar en las consecuencias de todo tipo ante semejantes cifras? No quiero ni imaginarme la banda sonora que van a tener, que ya tienen, los vecinos de Cala Gamba, Ciutat Jardí, los de Es Carnatge y desde luego, los de Sant Jordi.

Desde la ventanilla de uno de esos miles de aviones que dibujan cruces de línea en el cielo, y que todos retratamos y colgamos en instagram, uno sueña que llega o deja una isla.

Desde una habitación de hotel, el turista mira una pared blanca que le devuelve el reflejo de un sol ardiente que le cela. Esperará que la brisa del mar calme ese blanco de calor. Sentado en ese avión ruidoso de niños que lloran, de madres nerviosas, de padres con auriculares, recuerda ya el pasado, esos recientes siete días en el Paraíso llamado Mallorca.

Solo un día salió de la habitación para ponerse enfrente de otro muro, el de una iglesia, la más grande. Le gustó pese a sufrir horas de cola. Volvió al hotel de noche, convencido de que uno convierte el lugar en el que está en su casa. Se repantigó en la butaca después de colocarla frente a la ventana. No escuchaba el chillido de los centenares de compatriotas que ebrios de alcohol barato salían como chacales a la calle. Él se sentía en el paraíso. Una butaca frente a una ventana abierta y ese cielo inmenso, en el que pululaban brillos intermitentes cada dos minutos. Mañana se subirá a una de esas estrellas. ¡Feliz verano!

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