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Palma a Palma

Inmortalidad animal

Inmortalidad animal

Para nosotros, la inmortalidad se escribe con la piedra. Una estatua, una placa, incluso las huellas de las manos en el cemento. Son maneras de sustraerse al paso inexorable del tiempo. Y quedar colocados, al menos teóricamente, en la liga de los nombres que perduran por los siglos.

¿Pero qué ocurre cuando el que se inmortaliza sin quererlo es un animal?

Recuerdo que durante unas excavaciones en el Born, salió una pieza de arcilla donde quedaron impresas a la perfección las huellas de un gato. Un felino del siglo XV. Otras veces, en los tramos de cemento fresco, algunas palomas y gorriones dejan su impronta geométrica y saltarina. Que al secarse, queda ya fijada para siempre. Rayas y triangulitos un poco a lo Miró.

Mientras que nuestras parcelas de inmortalidad están ocupadas por presidentes, músicos y artistas, generales y demás personajes ilustres, un gato no deja de ser un gato. Pero, incluso así, quedará presente para siempre. Como esos desconocidos Myotragus que pisaron un día la arena, esta quedó fosilizada, y miles de años después sigue allí. Como un monumento a la especie desaparecida.

En realidad, la inmortalidad no es tal. No existe una proyección total de nuestra vida corta y finita en otro escenario de ciclo más largo. Sólo perviven nombres, indicios, figuras que cada vez se parecen menos al personaje original. Como las estatuas acaban usurpando el lugar de las personas a las que representan.

En cambio, esas palomas atemporales no se representan a sí mismas. Son una fotografía congelada de un momento en el tiempo. Nos recuerdan que en otros tiempos también había gatos por las casas, o gorriones picoteantes por las calles. Es una inmortalidad suave, relativa. Mucho menos pretenciosa.

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