Diario de Mallorca

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Crónica de antaño

El origen de los museos palmesanos

La concienciación hacia el estudio de la historia y la conservación del patrimonio artístico propició la creación de estos espacios

El Museo Diocesano se inauguró en 1916 en el palacio episcopal. B. Ramon

Es evidente la influencia del archiduque Luis Salvador en el desarrollo de la cultura en Mallorca. Una parte nada desdeñable de la intelectualidad isleña se formó o perfeccionó a la sombra de s´arxiduc. La participación de aquellos mallorquines, de una u otra manera, en la elaboración de su famosa obra enciclopédica Die Balearen, ayudó a aumentar la concienciación hacia el estudio de la historia y la conservación del patrimonio artístico de la isla. De ese grupo de intelectuales, ahora interesa destacar la figura de Bartomeu Ferrà.

Por otro lado, los profesores de Historia e Historia de la Iglesia que impartieron clases en el seminario de Palma durante el último tercio del siglo XIX debieron ejercer cierta influencia en sus alumnos. Supieron, al igual que el archiduque, despertar en muchos de ellos el amor al conocimiento del pasado y al patrimonio artístico. En esa época nacieron no pocas vocaciones en este campo, llegando algunos de ellos a licenciarse en la universidad, como fue el caso del alumno Josep Miralles Sbert, que con el tiempo se convertiría en obispo de Mallorca.

En este sentido, el historiador Pere Fullana apunta que la idea de crear un museo destinado a preservar el patrimonio religioso surgió en aquel contexto, concretamente del círculo clerical, con la adhesión de algún laico, que se aglutinaba alrededor del obispo Mateu Jaume (1876-1886). Entre los encargados de llevar a cabo esta iniciativa destacaron las figuras de Mateu Garau, rector del colegio mayor de la Sapiència, y el erudito y polifacético Bartomeu Ferrà. Ellos dos, junto a una decena de personas más, fundaron la Societat Arqueològica Lul·liana (SAL), con la intención de salvaguardar las obras pictóricas y escultóricas susceptibles de ser vendidas o destruidas.

Si bien es cierto que el Museo Provincial de Bellas Artes ya existía en Palma desde 1844 -creado desde Madrid, en el contexto de la salvaguarda de los bienes enajenados tras la desamortización-, también lo es que nunca llegó a consolidarse, debido especialmente a la falta de dinero y de medios. Además, hay motivos para sospechar que tras la desamortización, la Diócesis, recelosa del poder civil, debió de colaborar muy poco en aportar piezas artísticas al Museo Provincial. Precisamente, Bartomeu Ferrà dejó escrito en sus memorias que había oído contar a los pobres alojados en la Casa de la Misericordia cómo, apurados por el frío del crudo invierno, astillaban los retablos góticos, allí arrinconados durante años.

El arqueólogo e historiador Guillem Rosselló Bordoy cuenta que el incipiente fondo del Museo Provincial estaba formado por una serie de piezas mallorquinas, especialmente pinturas, y enriquecido con algunas otras obras del Museo del Prado cedidas por el Estado. Éstas fueron depositadas durante décadas en el convento exclaustrado de San Francisco de Palma, y ya a finales del siglo XIX, fueron trasladadas a la Lonja. Así, las piezas fueron colgadas en las paredes y permanecieron allí hasta ya iniciada la segunda mitad del siglo XX. En 1955, Juan Antonio Gaya Nuño, tras visitar la Lonja, dejó escrito: "En este salón, discurrido para uso muy diverso, es donde hace años se están pudriendo pacientemente los cuadros del Museo de Palma de Mallorca. En efecto no habrá otro museo español donde las obras conservadas se hallen en tan triste situación".

Por tanto, el grupo de clérigos e intelectuales de la SAL, al plantearse la creación de un museo de arte religioso, no tuvieron demasiado en cuenta el Museo Provincial. Según Fullana, el modelo que deseaba crear la SAL estaba más en la línea de los museos diocesanos catalanes fundados también en aquella época: el de Vic, el de Lleida o el de Barcelona.

La SAL, con Bartomeu Ferrà al frente, no tardó en recibir obras de arte, especialmente procedentes de las iglesias, aunque también de particulares. También aumentó el número de socios, mayoritariamente laicos. En un principio estos fondos histórico-artísticos fueron depositados en el edificio de la Sapiència, pero ya en 1899 se estaba hablando de crear el Museo Diocesano, con los fondos de la SAL, e instalarlo en el palacio del obispo. En cambio, mosén Antoni Maria Alcover, vicepresidente de la SAL, y el obispo Campins, vieron alguna objeción en instalar "un cuerpo extraño en el palacio, que más adelante, por la prescripción, pudiese reclamar como un derecho lo que había comenzado como un favor". Es evidente que la SAL, a pesar de sus fuertes vínculos clericales, no formaba parte del cuerpo diocesano. Ahora bien, otra cosa, era considerarla "un cuerpo extraño". Con esta actitud de Campins y Alcover, salía a flote la tensión entre la curia y la junta de gobierno de la SAL, especialmente entre sus socios laicos (que representaban el 80% de sus miembros).

Rosselló Bordoy insinúa que la causa por la que Bartomeu Ferrà presentó su dimisión en 1905 como director del museo de la SAL pudiera haber sido precisamente las fuertes tensiones entre los dos bandos. Está claro que los recelos entre ellos no estaban relacionados con algún aspecto de tipo religioso, pues todos sus miembros, a excepción de Gabriel Alomar Villalonga, eran católicos, apostólicos y romanos. La fuente que originaba el conflicto no era sino la reclamación de la independencia institucional de la SAL frente a la diócesis, pues la jerarquía eclesiástica siempre consideró sus fondos museográficos como propios. Basta leer los comentarios de mosén Antoni Maria Alcover al respecto. Al mismo tiempo, s´Arqueològica vivía una precariedad institucional que la obligaba a templar gaitas con la Iglesia.

Ello explica que, a pesar de los pesares, se aceptase la creación de un patronato formado entre la SAL y la diócesis, a través del cual se regiría el destino de los fondos histórico-artísticos. De esta manera, en 1916, ahora al fin sí, se pudo inaugurar el Museo Diocesano (también denominado Museo Arqueológico), en el palacio episcopal, efeméride que se ha celebrado recientemente.

El Museo enseguida se convirtió en un referente cultural indiscutible, aunque las tensiones entre las dos instituciones no cesaron. Fue una larga y triste historia de discusiones y enfrentamientos dialécticos, tanto entre la SAL y la curia como a nivel interno entre los socios de la Arqueológica. Al final, la salida de la SAL del patronato se hizo inevitable. En 1932, el secretario episcopal, mosén Juan Rotger, a través de un escrito, instaba a la retirada de los fondos de la Arqueológica del Museo Diocesano: "Ante lo angosto del lugar en que este palacio episcopal hay destinado a museo, el obispo se ha servido disponer que en el lugar de referencia se guarden exclusivamente los objetos eclesiásticos y los que pertenezcan al Museo Diocesano. En consecuencia invita a la Sociedad [la SAL] a retirar de este palacio episcopal los objetos que sean de su propiedad€".

De esta forma la colección mallorquina de arte sacro quedaría dividida. Una parte permanecería en el Museo Diocesano, mientras que los fondos artísticos de la SAL se trasladarían a Can Oleo. La historia acabó en 1961, en el momento en que se creó el Museo de Mallorca. Allí se integraron los fondos de la SAL y los del antiguo Museo Provincial de Bellas Artes.

(*) Cronista oficial de Palma

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