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Palma a Palma

Luna tejadera

Hay veces en que uno envidia a los gatos. Sobre todo a esos felinos misteriosos que discurren por el techo de la ciudad en las noches de Luna. Por el casco antiguo. Silenciosos, observadores. Viven una ciudad que nos está vedada a los humanos. Que sólo podemos soñar o imaginar.

Los gatos gustan de curiosearlo todo. Y cuando los ves pasear por los tejados te imaginas sus largas excursiones nocturnas. Meten el hocico por todos los rincones. Olfatean. Contemplan las cosas con los ojos muy abiertos y una expresión de estupefacta atención.

Estás en casa viendo la tele, y tal vez hay un gato en el alero que te vigila. Te asomas a la ventana, y entre los relieves de chimeneas, torres, aparatos de aire acondicionado, aparece la silueta de un minino a contraluz. Duermes y comienzan a sonar unos gritos espeluznantes, como de bebés diabólicos. Y son los gatos, invisibles en la noche, dedicándose a sus rituales felinos.

Como todo el mundo sabe, los gatos se asocian muchas veces a la Luna. Sienten su influencia. De la misma manera que saben instantáneamente cuál es el mejor rincón de una casa. O a qué persona acercarse para ser mimados.

¡Qué película tendríamos de ponerle una de esas cámaras modernas a esos gatos vagabundos! Veríamos los paisajes de tejas. Las ventanas encendidas. Las persianas cerradas que dejan escapar voces y murmullos. La Seo iluminada a lo lejos, la aguja de Santa Eulàlia. Como en una especie de decorado magnífico de cuento oriental.

Y presidiéndolo todo, la Luna tejadera. Esa que se refleja en miles de pequeñas superficies. La que convierte cualquier charco en una copa de plata. La que proyecta luces fosfóricas y enigmáticas entre las sombras. El astro que hace de la noche un escenario mágico, del que por desgracia sólo disfrutan los gatos.

Deberíamos tener observatorios urbanos de la Luna. Para poder acudir a ellos en esas noches claras de gran inlunación. Y hacerles compañía a los gatos.

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