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Palma a Palma

Espejados

El hombre moderno ha olvidado el misterio de los espejos. Desde la antigüedad, uno de los objetos más preciados en el comercio eran las superficies bruñidas y reflectantes. Los griegos y los fenicios se servían de esos productos de prestigio para su comercio. Tener un espejo era ser propietario de tu propia imagen.

El espejo plantea un problema metafísico de primer orden. ¿Quién es esa presencia que te observa atentamente como un Yo simétrico? ¿Es realmente una ilusión o un ser extraño que viene de otra realidad?

Esa observación resulta especialmente dramática cuando se produce ante un gran espejo de lavabo o tocador. Pero existe otro tipo de espejo más inadvertido, presente en toda la extensión urbana. Son los escaparates de las tiendas.

Cuando caminas por la calle, los escaparates te devuelven una imagen fugitiva de ti mismo. Allí estás, confundido en el pequeño pelotón de los viandantes que esperan el semáforo. Cruzando las aceras con el esfumato de la distancia. A veces, te detienes a mirar un escaparate y te tropiezas con tu imagen. Tiendes a recomponerte el peinado. Incluso evitas mirarte a los ojos. Como si fueses a revelar así un secreto a Yo extraño, semi-líquido, frío y cristalino que te contempla.

Sin que seas consciente, tu reflejo se espejea cada día en decenas de cristales callejeros. Se convierte en un fantasma icónico, una especie de Holandés Errante de tu apariencia. Vas dejando clones fugaces, imperceptibles. Como si dividieras tu personalidad en decenas de Yoes reflejados. Irreales, vagorosos.

Si pudieras aprovecharte de todos esos clones, los enviarías a realizar los trabajos del día. Incluso a comprar en la misma tienda en cuyo escaparate te reflejas. Podrías montar cenas de empresa con todos tus reflejos callejeros. Irte con ellos de vacaciones. Hacer tertulias?

Pero no. Sigues ignorándolos. Y los abandonas a su suerte cada día, en la superficie fría, desolada y vacía de los cristales callejeros.

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