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Eclipse

Eclipse

De vez en cuando, una superluna o un eclipse te devuelve a tu lugar en el Universo. La divulgación científica ha avanzado tanto que a casi nadie le impresionan las imágenes que se consiguen. Nada menos que las dunas de Plutón, o los ríos secos de Marte. Vemos esos testimonios como si fuesen lo más normal del mundo. Cuando, en puridad, deberían sumirnos en un océano de pensamientos cosmológicos.

Solo en raras ocasiones somos conscientes de ello. Ocurre como cuando viajas en avión. La realidad anodina y aséptica de la cabina te hace olvidar que circulas a varios kilómetros de la superficie. Hasta que miras por la ventanilla y, allá abajo, distingues la sombra minúscula, diminuta, de tu propio avión. Entonces adquieres conciencia de lo alto que vuelas. Y lo pequeñito que eres en relación con la superficie terrestre.

Algo así ocurre con esos eclipses de luna. Cuando la sombra de la Tierra empieza a proyectarse como un velo vinoso sobre el plateado satélite. De repente, comprendes que tú estás ahí. En ese vehículo cósmico que tapa la luz del sol. Adivinas incluso la forma de nuestro planeta. Y te entra como un ligero vértigo cósmico.

Al final, las cosas no son tan estables como nos las creemos. Nuestra realidad inmediata no es inamovible, sino que se encuentra en un cuerpo celeste que se desplaza como el avión y su sombra. ¿Y si de repente fallan las fuerzas cósmicas de la gravedad y se precipita fuera de su órbita? ¿Y si es engullida por un agujero negro? ¿Y si por una razón desconocida su periplo se altera y deja de girar sobre su eje?

Las enseñanzas del Universo te colocan en tu lugar. Que es insignificante. Nimio. Microscópico con respecto al orden del Cosmos. Es una enseñanza profunda y filosófica. Que nunca deberíamos olvidar. Por eso hay que seguir mirando al eclipse.

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