Todos tenemos temporadas de más trasnochar. Por una u otra razón, regresamos tarde a casa. Aparcamos en ese decorado silencioso de la ciudad. Las luces amarillentas de las farolas. El eco lejano de alguna música o televisión. El pálpito invisible de las ventanas que duermen.
Y casi siempre, en el trayecto que nos separa del momento de llegar a casa, vemos a un hombre caminando a lo lejos. Nos fijamos en él porque de madrugada las calles aparecen siempre desiertas. Y nos llama la atención, sin que tampoco seamos conscientes del todo, esa silueta lejana.
En un segundo grado de conciencia, sin llegar a pensar completamente, nos preguntamos: ¿Qué hace ese hombre solitario? ¿A qué actividad se dedica a horas tan intempestivas? ¿Pasea el perro, saca la basura, se dedica a sus pensamientos? ¿Es un delincuente?
Pero no llegamos nunca más allá.
La madrugada siguiente en que también regresamos tarde, vemos otra silueta a lo lejos. Y tampoco le dedicamos la categoría de pensamiento.
Pero si lo hiciéramos, nos haríamos una sorpresiva pregunta. ¿Cómo es que siempre hay una silueta a lo lejos? ¿No será siempre la misma persona?
Espoleados por esa cierta aceleración mental que otorgan el sueño y el cansancio, empezamos a especular. ¿Quién es el paseador de la madrugada? ¿Por qué siempre coincide con nosotros? ¿Y si en realidad nos estuviese esperando? Si nos siguiese, espiase, rondase subrepticiamente.
Casi nunca te detienes a observarlo. Te limitas a caminar hasta el portal, abrir la puerta y entrar en casa.
Pero tal vez un día nos quedemos en la puerta. Nos demos la vuelta. Y comencemos a caminar por las calles silenciosas. Haciendo resonar el eco de nuestros zapatos. A la busca de ese paseador fantasma que no sabemos si es real o una sombra.
Un espectro de las horas más turbias de la noche.