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Palma a Palma

La república de la felicidad

Desde el origen de los tiempos, los viajes y el turismo se asocian a la felicidad. Y mucho más en nuestros días. La persona que decide coger un avión, quitarse el cinturón y los zapatos en el control, meterse en un hotel lleno hasta los topes, pelearse en el bufé por los sobrecitos del descafeinado, achicharrarse al sol durante unas cuantas horas, no lo hace pensando en los inconvenientes. Sino que da por hecho que gracias a ese esfuerzo será feliz por unos días.

Los lugares turísticos como Mallorca se convierten así en una idílica República de la Felicidad. Un territorio utópico, con sus propias leyes. Donde la excepción reina, al menos en teoría, sobre la normalidad.

Es así como los turistas se disfrazan de tales. Como se pasean sobre vehículos extraños, fingiendo interesarse por una ciudad que en el fondo les importa un rábano. Haciéndose fotos con el stick del móvil a todas horas. Buscando actividades y más actividades para colmar su afán desmedido de ser felices. Desde las sangrías con pajita a los helados de bengala. Las "sendas de los elefantes" alcohólicas. Los senderismos con palito en ambas manos.

Todo rezuma plenitud y gozo.

¿Pero se cumple? No hay nada más frustrante que cruzarte con esas familias de turistas enfadados. Las vacaciones también potencian las desavenencias y los malos rollos. Madres que gritan a los niños. Niños que lloran y patalean. Maridos que riñen a las madres. Sus vestimentas de colores subidos e ingenuistas se avienen mal con tanta mala sangre. Las colchonetas, los pies de pato, las toallas. Y luego gritándose unos a otros.

Aunque no entiendas su lengua, adivinas inmediatamente el contenido de las conversaciones. Los cansancios, los reproches, los choques de caracteres. Ni siquiera la más perfecta de la Repúblicas de la Felicidad es capaz de suprimir ese sustrato humano que todos llevamos. Por más que portemos gorritas y gafas de sol.

Al final, después de transitar por todas nuestras calles, llegas a la misma conclusión que los filósofos antiguos.

La felicidad no es un lugar geográfico, ni una oferta turística.

La felicidad es un estado interior.

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