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Palma a la vista

Sección licuados

¡Cómo no cerrar, si lo único que te apetece es abrirte! L.D.

En el peor verano de los últimos años, pronósticos favorables a la caja hotelera aparte, el calor nos vuelve ingeniosos. ¿Quién no ha ido a la nevera a refrescarse mucho antes de que inventaran el aire acondicionado? ¿Quién no se ha sentido en su particular Nueve semanas y media con el simple gesto de abrir el refrigerador, o quien emulando a una acalorada Susan Sarandon lavándose el pecho con un limón y siendo observada por Burt Lancaster en la película Atlantic City no se ha aliado al lavabo a darse aguas?

El calor es un tobogán para los desvaríos. Te permite ser creativo, te da licencia incluso para ser cigarra y hacer mutis por el foro. En una de las jugueterías más curiosas de Palma, la que regenta Elizabeth Laquière en la calle Joan Miró, uno se topa con un letrero que dice así: "Cerrado por exceso de calor. Lo siento. ¡Estoy licuefiada! Pero no me voy, llámame". Y Elizabeth deja su número de teléfono.

¿Cómo no cerrar, si con estas temperaturas, estas humedades, lo único que uno quiere hacer es plegar velas?

Me gusta Palma porque en su siglo XXI postmoderno, en su Babel multiusos y aún siendo víctima de la plaga turística y sus consecuencias, muestra un lado de carne y hueso. Los letreros a mano o las fotocopias caseras como la que ha usado Elizabeth nos recuerdan que somos palabra y gesto. El arquitecto Oriol Bohigas reflexionaba el otro día acerca del significado que tiene el que los arquitectos de las últimas hornadas no usen el lápiz. Se acabó el dibujo a mano alzada en una disciplina ligada a las bellas artes como la que más. Él apuntaba que el no saber "hablar dibujando tiene consecuencias graves" ya que "cuando tú dibujas hablando, hablas con el equipo, y al dejar de hacerlo se ha perdido ese diálogo". Recordaba además que "los arquitectos trabajamos el pensamiento descriptivo, difícil de concretar sino se dibuja".

Al dejar una fotocopia pegada al cristal del escaparate del negocio, la que fuera campeona de natación en la piscina de s'Aigo Dolça, en los años setenta, en la que confiesa estar muerta de calor, sirviéndose de un galicismo muy expresivo, "estoy licuefiada", nos hace sonreír. Un descanso porque con el calor se nos está poniendo un rictus nada beatífico, por cierto.

Elizabeth vende juguetes en la que fue droguería de los Oliver, aunque en El Terreno se la conoce por ser la de Can Palou. Entre aquel batiburillo de autómatas, cochecitos, muñecas, que ella ha ido comprando en todo el mundo, uno olvida que vive en el momento presente. Cuando traspasas el umbral de esa casa, que en Gomila sobrevive al margen de su degradación porque su propietaria es una de las vecinas más carismáticas, se hace un viaje en el tiempo. En el que el calor que existe es el de mascotas, peluches, coches eléctricos, barcos de vela y muñecas de porcelana.

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