Toda la semana con el ripio por la estatua caída de Antonio Maura y posteriormente por el cierre del bar Alaska que ante el aluvión popular ha quedado, por el momento, paralizado. La plaza des Mercat en el runrún de nosotros todos, pero si tan atentos estamos a esos dos focos, abramos el campo visual.

No muy lejos, existe una pedrada en plena calle: un escaparate de souvenir que se ha comido parte de la fachada, como si de una enredadera de hiedra se tratara. Hay quien lía Palma con los recuerdos.

Que seamos destino turístico, que se insista que solo de los guiris sacaremos tajada y saldremos adelante, que Palma deba apostar por capitalizar el intento de salir de la estacionalidad para ser algo más que mercado de sol y playa, no debe traducirse en lograrlo a cualquier precio. En puridad, teniendo escaso gusto.

Vendemos, como si nos fueran propios, castañuelas, trajes de faralaes y los toros de lidia todo ello mezclado con las hierbas dulces, los siurells, la sobrasada y los cubiertos de madera de olivo. Del rebosillo y los bombachos del vestido payés no hay vendedor mallorquín que se acuerde. Así recuerda lo propio el autóctono que es, por lo que se ve, muy globalizado y atento a la disparidad cultural salvo cuando viste de verde.

En su defensa, alegar que sí, que los iconos no faltan en el bazar de la memoria: la Catedral y el castell de Bellver en sus distintas versiones son los fetiches que figuran en la oferta, del lado de la sargantana que uno no sabe si es la de Gaudí o la de Menorca.

Isern no pierdas el tiempo en sacarte de la manga una normativa del buen gusto ciudadano porque nada es de peor gusto que dictar normas de estética en quien solo se ajusta a una máxima: vender-nos a toda costa. No solo es de pésimo criterio sino que es un insulto a la voluntad soberana de quien hace de la ciudad lo que le da la gana. Ya se caiga Maura o cerréis kioscos.

Así vemos como la normativa de las terrazas se ha saldado en una merma del espacio público para permitir un ancha es Castilla que nos ha dibujado un centro de la ciudad que parece de los horrores.

Bien está que la ciudad ofrezca posibilidades a quienes viven en ella y la visitan de tomarse un respiro en alguna de las plazas o calles, porque es en los bares donde se hace urbanismo de boca, pero sentémonos en terrazas que no parezcan el anuncio del refresco de turno. Seamos paseantes, no personas anuncio.

De la misma manera, a uno se le oculta Palma con pancartas y pasquines tamaño sábana que ciegan alguna de sus mejores arquitecturas. Por no hablar ya del hedor que desprenden, y ahora sabemos cuánto, los robocops de la recogida neumática.

Seremos recuerdo de nosotros mismos pero seámoslo con cierto gusto.