El 17 de octubre de 1276 el papa Juan XXI confirmó la fundación del colegio de Miramar. Llull debió recibir la noticia con gran alegría. La apertura significaba iniciar su misión divinal: crear un centro de formación misionero que capacitase a los frailes evangelizar a los infieles, especialmente a los musulmanes, a través del método racional de su Ars, el cual, recordemos, le había sido revelado por inspiración divina en la montaña de Randa. Parece ser que por aquellos años pasó largas temporadas en Miramar dedicándose a la oración, al estudio y a la enseñanza de su Ars. No parece aventurado pensar que fue caminando por aquellos bellos parajes y meditando en sus eremitorios (ses Ermites Velles) donde Llull ideó el Blanquerna y el Llibre d´Amic i Amat.

Ahora bien, como nos recuerda mosén Teodor Suau en su libro Ramon Llull, somni, miracle i misteri, la realidad es enemiga de los grandes ideales. En 1292 el colegio de Miramar fue clausurado. Fue el primer gran revés que Llull sufrió -hubo más- y que dejó plasmado años más tarde en Lo Desconhort (El desconsuelo): "Ermità, la manera com Déu pogués esser més amat,/ ja us l´he contada, [€]/ que el papa disposàs de molts homes lletrats/ que desitjassin per Jesús esser martiritzats,/ per tal que arreu del món fos entès i honrat;/ que aprenguessin les diverses llengües/ segons que a Miramar va esser ordenat/ i n´hagi conciencia qui ho ha malmès!". Llull no nos desvela quien echó a perder (malmés) el proyecto. En todo caso, el fracaso de Miramar, base desde donde se había de desarrollar su proyecto, supuso una amarga experiencia para él.

Tras los acontecimientos de Miramar, Llull, lejos de desesperarse reaccionó cambiando de estrategia. Se trasladó a Montpelier -cruce de caminos e ideas- lo que le permitió viajar con cierta facilidad a los diferentes puntos de interés cultural y teológicos: París, Roma, Génova€ Como nos cuenta Suau, en esa época Llull ya contaba con 50 años y con la madurez y experiencia suficiente para darse cuenta que "para evangelizar a los infieles y darles a conocer la buena nueva, primero era necesario que la cristiandad fuese aquello que debía ser: espejo del reino de Dios. Percatado que la situación distaba mucho de su ideal, convino empezar por el principio: por la reforma de la sociedad, en sus complicadas y embarulladas instancias". Para esa renovación de la cristiandad contó con su familia espiritual, los discípulos de san Francisco de Asís, que desde principios del siglo XIII se habían convertido en herramienta puntera de la reforma de la Iglesia y de la sociedad.

Llull vio que para llevar a cabo esa reforma era imprescindible ensalzar y contagiar entre la gente dos virtudes: la justicia y la caridad. Para poder obtener con éxito la primera virtud, la justicia, uno debía evitar la avaricia. En aquella época, había un sentir generalizado, especialmente entre los franciscanos y otros movimientos religiosos de raíz popular, en el que se pensaba que los ricos no podían acceder a la salvación eterna. Sostenían que la avaricia era la raíz de muchos males, especialmente de la injusticia. En esa misma línea, Llull afirmaba que "avarícia és ajuntar coses que són als homes supérflues i són, en canvi, necessàries als pobres, les quals coses per insaciable voler són robades als pobres, per lo qual robatori tenen els pobres fam, set, fred, nuedat, malaltia, tristícia i mort".

Ante la actitud inmadura de la avaricia, Llull contraponía a "la dama pobreza". Esta es la mejor vacuna contra la avaricia y el camino que conduce a la justicia, pues el amor a la pobreza es consecuencia del seguimiento de Jesús.

En cuanto a la segunda virtud, la caridad, el doctor iluminado advertía que esta se ve constantemente atacada por la vanagloria que provoca inmediatamente el alejamiento de Dios: "Ah, infeliç! Que ho és de gran l´error d´aquest món! Puix no defensa el religiós del pecat l´hàbit que vesteix, sinó sols la caritat i la justicia. [€] Per què no ajudau a la justicia i a la caritat per tal que romanguin sempre en la vostra companya?".

En definitiva, para Ramon Llull -y siguiendo a Suau-, "el estado de la cristiandad solo se puede explicar como consecuencia del pecado, el cual envenena desde las instituciones más altas hasta la consciencia de los individuos. Es necesario una labor en diversos frentes para acercar la realidad a los valores del evangelio". Ello se debía llevar a cabo mediante el ejemplo personal, creando una atmósfera general que propiciase el encuentro auténtico y personal con Jesucristo, pues Llull sabía -lo había experimentado en sus propias carnes a los 30 años- que solo así se conseguía tener una fe sólida. Por consiguiente, tras conseguir una sociedad bien cimentada en la fe, ahora sí, se podría actuar de forma decisiva, evangelizando en sociedades no cristianas.

Ahora bien, su encuentro con el mundo real -especialmente en sus tanteos en la curia romana y en la universidad de París- no fueron sino un cubo de agua fría. La jerarquía eclesiástica estaba inmersa en asuntos más políticos que religiosos, mientras que en la Sorbona no acababan de entender su Ars. Decepción tras decepción, con casi 60 años, Llull ya era un anciano -teniendo en cuenta que se trata de la Edad Media, se puede decir que era muy anciano-y la pesadumbre se cernía sobre su ánimo. De esta manera lo explicaba en Lo Desconhort: "I com que, tractant això, per trenta anys verament sense haver-ho pogut obtenir [se refiere a convertir a los sarracenos], n´estic dolgut tant que plor sovint i en tenc llanguiment [€] me´n vaig anar en un bosc, on em brollà el plor tan desconhortat que tenia tot el cor en dolor€".

Uno puede pensar que era su final. Nada más lejos de la realidad, pues Llull conseguiría desempolvarse el desconsuelo fortaleciendo así su fe. Tras esa experiencia penetran con fuerza aquellas palabras del Amado: "Digué l´amic a l´Amat: Augmentau les meves amors. Respongué l´Amat: augmentaré les teves llangors".