Si bien es cierto que Jaime I planeó y pactó la conquista de Mallorca con la nobleza feudal y la burguesía catalana, ello no significó que a la hora de instaurar el nuevo reino de Mallorca se trasladasen las viejas costumbres y servidumbres feudalizantes, vigentes en no pocos lugares „por ejemplo, en los antiguos condados catalanes„ aunque ya en crisis en toda Europa. Tal como recordaron siempre los antiguos cronistas, Binimelis, Dameto, Mut..., continuando con historiadores como José María Quadrado, o más adelante Álvaro Santamaría o Pau Cateura, el alba del reino de Mallorca se cimentó "bajo el signo progresivo de la libertad". Si uno lo piensa bien, no podría haber sido de otra manera. La repoblación de Balears, evidente área estratégica en aquella época, fronteriza „y por tanto arriesgada„, debía impulsarse mediante alicientes que atrajesen a los colonos, gentes, mayoritariamente, con cierto espíritu aventurero. Eran aquellos payeses "de remença, que duyan l'abús fins la cugucia, l'exorquia, l'intestia i lo spoli", los mismos que huían de los "mals usos" y de los maltratos de sus señores. De esta forma, para muchos, Mallorca significaba una nueva vida, una esperanza de libertad. De lo contrario, jamás habrían siquiera intentado cruzar el mar. Por supuesto, el término libertad no alcanzaba los términos que entendemos actualmente, ni mucho menos, sino que conformaba una mayor capacidad de maniobra, sin tantas cargas feudales ni fiscales, en las que uno podía acceder a un entramado en que "las clases sociales entre sí se mezclaban y confundían". Por tanto, la colonización de Mallorca supuso, especialmente para aquellos que tenían poco que perder y mucho que ganar, una oportunidad para mejorar sustancialmente sus vidas. Al mismo tiempo, era una ocasión para hacer realidad un anhelo perseguido por los ideales de la época „ideales nutridos por el franciscanismo que había accedido a todas las clases sociales (ahí tenemos la huella imborrable de Ramon Llull), así como por el espíritu caballeresco„: construir un reino sin pretensiones, justo, en que sus habitantes mantuviesen un mínimo grado de cordialidad y armonía, un reino en el que uno pudiese vivir con cierta tranquilidad.

Este escenario se visualizó jurídicamente justo después de la conquista, el 1 de marzo de 1230, cuando el rey otorgó el privilegio por el cual se declaraba libre y transmisible la propiedad de los pobladores y franca de las obligaciones y servidumbres feudales que en otras partes la abrumaban; el imperio de la ley y de los tribunales procuraron salvaguardar a los nuevos pobladores de la violencia y la barbarie. En todos los actos judiciales se procuró la intervención de los prohombres o vecinos honrados, institución en la que Quadrado vio un "verdadero germen de la representación popular".

Si bien es cierto que la isla se repartió entre el rey y la nobleza catalana, los denominados magnates: Nuno Sanç, conde del Rosselló y miembro de la casa real, el obispo de Barcelona, el conde de Ampurias y Guillem de Montcada, vizconde de Bearn; estos regresaron a sus feudos continentales. Es más, lo mismo pasó con sus porcioneros más importantes, los que habían recibido propiedades de los magnates: el paborde de Tarragona, el obispo de Girona, o el barón de Santa Eugenia, a pesar de haber regentado unos años la lugartenencia del nuevo reino.

Se quiere decir con ello que tras la conquista Mallorca se forjó, por un lado por una clase media representada por los mercaderes y algunos caballeros „pocos„ los cuales representaban la pequeña nobleza, residentes en la ciudad; y por otro los propietarios ("homens d'honor empagesits") y payeses que fueron colonizando la ruralía mallorquina. De estos "homens d'honor", decía Quadrado: "Residían en sus heredades algunos hidalgos que no se habían dejado tentar por la codicia del tráfico ni por la ambición y vanidad ciudadana; y con ellos se habían nivelado varios colonos enriquecidos con la labranza [€] Vestigios de esta especie de aristocracia forense eran los casales de piedra que descollaban en muchas villas sobre el rústico caserío; sus señores cabalgaban en rocín, cazaban con halcones y eran servidos por numerosos esclavos...". Eran los Rigolf y Fábregues de Petra; los Arnau o Pocoví de Sineu; los Bauzá y Mercer de Sant Joan; los Ballester y Andreu de Manacor; los Font de Muro; los Totxo de Pollença; los Bordils de Inca, los Descolombers de Artà... y tantos otros linajes, que se repartían por toda la isla. Desde sus casas-fuertes almenadas, sencillas, de dimensiones razonables, sin pretensiones; controlaban su territorio, propiedades de tamaño medio. Tal como recordó muchos años después, en 1454 „corrían tiempos muy diferentes„, Joan Girgós, escribano de la curia real, ante Alfonso el Magnánimo: "Lo regne de Mallorques ha stat sempre fundamente de llibertat y fontana de egualtat [€] e la egualtat de justicia era la sola medicina de la terra".

Mientras tanto, en la Ciutat de Mallorques la prosperidad de los negocios mercantiles trajo la opulencia de la nueva burguesía urbana. Los Febrer, Salelles, Moyà, Bellviure, Bertrán o Berthomeu... fueron algunos de aquellos primeros mercaderes que poseían más de trescientas naves mayores, las cuales entraban y salían del puerto de la ciudad. Todo el Mediterráneo, el mar Negro, y los confines más allá de Gibraltar, de Etiopía hasta las cenagosas playas de Flandes... Todos los puertos conocían el pabellón de Mallorca. Esa opulencia pronto se tornó en soberbia, y de esta forma se erigieron grandes casales y sus dueños empezaron a llevar ricos ropajes, queriendo emular la aristocracia del continente. El medievalista Pau Cateura, que les siguió bien la pista, demostró que el estamento de los mercaderes se fue posicionando dentro de la Administración del reino, hasta conseguir "un dominio absoluto en la Juraría [los jurados del reino] y el Consell".

Todo este escenario pudo ser válido durante el siglo XIII y primera mitad del siglo XIV. Pero hacia la segunda mitad del trescientos una profunda crisis mercantil se cernió sobre Mallorca. Para ser breve, se puede apuntar que no fueron únicas ni obraron súbitamente las causas de una gradual caída y abatimiento del comercio mercantil mallorquín. Unas fueron fortuitas, otras generales, unas externas y otras intrínsecas a la prosperidad local. La usurpación del trono de Mallorca, la peste negra de 1348, las nefastas consecuencias tras el asalto al "call" de Palma y posterior expulsión de los judíos de Mallorca, la pérdida paulatina del control en el Mediterráneo... podrían ser algunas de ellas. Curiosamente, cuando Guillem Sagrera construyó la Lonja, aquella que debía convertirse en la sede-palacio de los mercaderes, realmente se convirtió en su magnífico panteón funerario.

¿Y cuál fue la reacción de los mercaderes ante la crisis? Según Quadrado "la gradual ruina del comercio, las pérdidas y calamidades de la isla y los empeños que al erario produjeron, dieron diferente empleo a los aminorados tesoros de los ciudadanos. Volviéndose su atención sobre las tierras, que las invitaba a adquirir a poca costa del empobrecimiento de los colonos abrumados por las cargas enfitéuticas como en el peso de los impuestos". Es decir, aquellos que habían mirado al mar y habían ido imponiendo paulatinamente cargas fiscales sobre los foráneos a través del control de la administración, ahora tornaron su interés hacia el interior de la isla, comprando las tierras de mucha gente ahogada por las deudas, desbaratando las villas y campos de Mallorca. Fue allí, en la part forana, donde poco a poco fueron anidando futuras revueltas, las cuales fueron siempre aplastadas por el poder real. Ese fue el germen de la nueva oligarquía mallorquina, la cual iba a dominar el escenario mallorquín durante siglos. G. K. Chesterton en la introducción a la segunda edición de su Breve historia de Inglaterra, hizo una descripción que, en cierto modo, vale también para Mallorca: "La Inglaterra medieval poseía muchos ideales democráticos; que podría haber evolucionado, y de hecho estaba evolucionando, hacia una etapa aún más democrática; que fue coartada por una oligarquía que se había hecho demasiado fuerte bajo la esporádica autoridad personal de los reyes; fue la oligarquía la que triunfó en los siglos dieciséis y diecisiete". Fue el naufragio del sueño de un pequeño reino que emergía entre las olas del mar.