El patrimonio de las ciudades está formado por cosas reales y por otras intangibles. Y el hecho de que éstas sean menos sólidas y concretas no supone necesariamente que resulten de menor importancia.

Últimamente llama mucho la atención el cambio de criterio en los nombres de cine. Hace años, muchas salas tenían nombres rimbombantes: Metropolitan, Palacio de la Prensa, Rialto, Astoria, Capitol, Avenida...

Denominaciones que recordaban locales famosos a escala mundial. Casinos, salas de fiestas, cabarets. Siempre con una tendencia a lo superlativo. Como esos cines en otras ciudades que se hacían llamar Excelsior, Coliseum, Majestic...

Junto a esa condición más o menos lujosa, otros locales apostaban por nombres entrañables y curiosos. Como ABC, Lírico, Hispania, Lumiere. En todos ellos había una voluntad estética implícita. Ser fáciles de recordar, evocar sensaciones relacionadas con el pasado. Resultar próximos y simpáticos.

En, cambio, en la actualidad esa forma de hacer se está perdiendo. Las salas de cine, en ocasiones múltiples, han adoptado denominaciones más asépticas y comerciales. Ya no suenan a monumento romano ni a casino berlinés. Sino que parecen nombres de productos del hogar.

Naturalmente, a nadie se le ocurre el salvamento de esos nombres de antiguos cines. Y se van borrando de la memoria colectiva. Como esos papeles escritos que con el agua pierden los trazos de tinta. En una agonía lenta y poética.

Tal vez, algún historiador del futuro revise las carteleras de hace treinta o cuarenta años. Y escriba una tesis doctoral sobre esa manera antigua de bautizar los cines. Si es que, para entonces, los propios cines no han desaparecido.