Los que tenemos una cierta tendencia al despiste hacemos listas. Listas de trabajos pendientes, listas de tareas de la casa, listas de la compra... Se trata de una intendencia inacabable y cotidiana. Porque al igual que las obras maestras de la pintura, las listas de tareas no se acaban nunca. Constantemente puedes añadir nuevos deberes, y así sucesivamente.

Lo interesante ocurre cuando, mucho tiempo después, encuentras en el bolsillo de un abrigo viejo una de esas listas. La examinas con atención y te parece escuchar el hálito de la urgencia cotidiana. "Café. Agua mineral. Papel de cocina. Estropajo". La letra acostumbra a ser apresurada, poco caligráfica. De trazos rápidos y poco definidos. Porque las listas suelen elaborarse con urgencia, apoyándote en cualquier sitio. Están diseñadas para el mayor de los colportajes. El usar y tirar. Muchos la arrojan nada más salir del supermercado. Pero muchas veces se queda oculta en la rebaba de algún bolsillo, en el fondo de una cesta.

La lista de tareas pasadas es intemporal, inespacial. Sus características esenciales son tan fuertes que resulta prácticamente imposible averiguar a qué día concreto corresponde, ni siquiera a qué época. Ni cuándo fue ni dónde residías. Eso le otorga una especie de trasfrontericidad llena de encanto. Cuando lees esas listas sin anclaje, te preguntas adónde van a parar las muchas cosas ordinarias que recuerdas transitoriamente. Los números de teléfono, el número de tu habitación de hotel, las instrucciones de aquel aparato antiguo, las cosas que debías comprar hace diez años... Asuntos que estaban vivos y grabados en tu memoria virtual y que luego se pierden en un légamo sin forma. Borrosos, submarinos, olvidados. En cierta manera, son una especie de símbolo de la existencia humana. Que tras el período en que estamos vigentes, como la lista de la compra, nos sumergimos en la tiniebla profunda del desconocimiento.