Era la época en que la gente todavía llamaba desde cabinas. Cada dos o tres días, me encerraba en una de ellas para comunicarme con mis hijas que vivían en el extranjero. De manera que entraba cargado de monedas y me pasaba un buen rato hablando. Uno de aquellos días, al salir me encontré con un hombre que me miraba con los ojos inyectados en sangre. Me dijo muy friamente: "Tiene suerte de que no vivamos en América. Porque si hubiera tenido una pistola le hubiera pegado un tiro". La larga espera, la visión de mis monedas cayendo una tras otras le había sacado de quicio. Despertando la parte peor que todos llevamos dentro.

Recuerdo ese episodio cada vez que hago cola. Es curioso como, mientras aguardas, vas generando un odio incomprensible para la persona que te antecede. Sobre todo cuando crees que ya ha terminado de ingresar, y saca otra carpetita. Y de nuevo empieza el papeleo. O si estás en correos y después de un paquete coloca otro, y otro...

La espera hace que proyectes tus sentimientos más negativos sobre aquél que te retrasa. Comienzas a maldecirlo en secreto, miras con malsana complicidad a los otros esperantes, que también odian al retardante.

La imaginación se empieza a disparar. Crees en conspiraciones, tomaduras de pelo, ineptitudes e ineficacias escandalosas. Parece como si en esas situaciones aflorara una parte oculta de nuestro genotipo. Perdida en las remotidades de la prehistoria. Cuando, quizás, los cazadores se odiaban y atacaban por adelantarse unos a otros. Un comportamiento tribal, telúrico. Quién sabe.

El hecho es que cuando la persona que nos ha hecho esperar se da la vuelta para salir, comprobamos que es como nosotros. Y automáticamente nos damos cuenta de la monstruosidad de tanto rencor. En el fondo, no dejamos de ser prisioneros de instintos y procesos que no controlamos.