Se acercan las fechas navideñas y el ambiente se hace un poco empalagoso. Musiquitas, luces. Y un mensaje comercializado de felicidad. La gente se apresura por las calles. Algunos con bolsas de regalos. Otros con la avidez consumista que marcan estos días.

El amor villancicado no deja de ser un recurso más. Finalmente tan impostado como los Papás Noeles que suben por los balcones. Como los falsos pastorcillos de Belén, o los ángeles con su estrella de bombillitas.

Pero a veces, en medio de esa multitud de gente con bufanda y bolsas comerciales, sí que circulan presencias que responden a esa voluntad tan cacareada de ayudar a los demás. Aunque, por supuesto, no están en ningún escaparate, ni cartel comercial, ni cabalgata.

Muchos mediodías, me cruzo por el centro con Ángel. Se le reconoce enseguida por el cabello cano y la barba blanca. Es corpulento y se mueve de una forma especial, recuerdo de muchos dolores de espalda. Siempre acarrea una caja de víveres. A veces, las pastas ya un poco duras de un horno. Unas verduras. Patatas, paquetes de arroz.

Mientras todos contemplan los rutilantes escaparates, escuchan las cancioncillas de paz y felicidad, él camina con su caja de lechugas. La mirada algo perdida. Sin él, el comedor social de Zaqueo no tendría suministros para servir. Esa cola cotidiana de la plaza des Mercadal. Que es la cara B de esa Navidad plastificada de las estrellitas y los regalos caros.

Ángel camina un poco a contracorriente. Como si estuviera en otro mundo. Le gusta atender al comedor social, recoger donde sea un paquete más. Sentir que ha acabado el día con la sensación de que valió la pena. Cuando me cruzo con él, me hace sentir de verdad ese mensaje de cuidado por los otros. Y no los porrompom-pom de tanta lucernaria publicitaria.

Me hace pensar que, tal vez, los ángeles no siempre están en el Cielo. A veces también caminan por la tierra.