Curiosamente, la modernidad ha resucitado la figura del pastor. Hoy en día, todos somos pastores. Pero ya no de rebaños de ovejas o vacas. Sino de temas informáticos.

En los inicios de internet, muchos nos abrimos un mail sin saber muy bien cómo se hacía. Un tiempo después, ya más impuestos, lo cambiamos por otro. Pero el primero sigue recibiendo mensajes y no quieres cerrarlo. Pasa más tiempo y abres otro mail dedicado a una actividad en concreto. Pero como los otros dos anteriores siguen recibiendo, tampoco los quieres abandonar. Y así sucesivamente.

De forma que con el paso de los años, tienes tu propio rebaño de mails. Hay gente práctica que sigue con el primero y no lo ha cambiado nunca. Pero otros, por los azares de la vida, llevan de sí ese tránsito ovejero de cuentas sólo gestionadas a medias. Cuya reforma se aplaza perennemente a un futuro próximo que no acaba de llegar.

El pastoreo de mails supone ir abriéndolos de vez en cuando, para evitar que se pierdan y recoger el correo. De esa manera, contemplas las diferencias históricas entre unos y otros. En los más antiguos todavía permanecen los mensajes de otros tiempos. Cuando los ves te entra un poco de nostalgia. Porque ya no te reconoces en aquella realidad. En otros tienes tus propios spams, esos repetitivos que llegan cada año: "Última oportunidad...." Los hay que se quedan mudos. Esos son especialmente melancólicos. Porque se muestran en blanco, vacíos, sin actividad. Como si estuvieran paralizados por la pena y por tu ausencia. En cada una de esas cuentas, que debes pastorear de vez en cuando, duerme una parte de tu historia. Menor, la mayor de las veces sin importancia. Pero significativa.

Porque si un día pierdes una de esas direcciones de correo, por olvidarte de abrirla de vez en cuando, lo sientes profundamente. Y recuerdas algunos mails que ya nunca más podrás volver a releer.