Si en la calle leemos un letrero que recuerda que "las macetas no son papeleras" hemos entrado de lleno en la civilización. A los del siglo XX-XXI hay que advertirles de lo obvio quizá porque en el reino de google y wikipedia se dan por sentado demasiadas cosas que hemos olvidado. La fundamental: la educación.

Somos carne de paradoja. La civilización nos limó al primitivo para educarlo y lo que ha hecho ha dado como fruto a un maleducado civilizado. Cualquier ciudad es depósito de escombros. No nos turba nada ver como tranquilamente se arrojan colillas al suelo, como el papel que envuelve un bocadillo acaba siendo lanzado a la acera porque no solo las macetas son papeleras, toda la calle lo es para este salvaje civilizado.

Palma esconde su metáfora de pueblo en algunas de sus calles como el primitivo se oculta con traje y corbata. Hay un tramo de la calle Catany que parece Valldemossa. Sus vecinos han sacado las plantas a la arteria escalonada, incluso sus aromáticas se cuelan entre las exuberantes cicas. Crece la menta entre una de ellas: humilde y olorosa. A punto de ser infusión en una tetera. Asoma el gusto por lo recóndito tras las ventanas de esta calle pueblo en la que cuelga un papel humilde en el muro común: "Las macetas no son papeleras".

En el zig zag de subida la entrada la brinda una sirena. Si en Valldemossa, son Catalina Thomàs o George Sand las mujeres que alargan la mano para dar la bienvenida, en calle Catany es una mujer con cola de pez. Sara Watson firma el dibujo que es la puerta de entrada de un conocido negocio de cuartos de baño. La sirena está en remojo en una bañera de patas, de esas de zinc que usaban nuestras bisabuelas cuando dejaron de ser salvajes y se volvieron domésticas.

La mujer sirena se baña mirando el letrero del Forn Cremat, "especializado en ensaimadas para la exportación", y cerrado desde el 2009. Ahí sigue el rótulo que da identidad a un dulce negocio.

Escaleras arriba, se alcanza el eco del colegio de las Trinitarias, a espaldas a la calle donde hay quien usa las macetas como ceniceros o papeleras. El vocerío de los críos en la hora del recreo era más soportable cuando del Forn uno salía contento con una empanada en la mano.

En un pequeño portal, las cortinas semicorridas dan paso a un estudio, al de una artista, Fiol, que muestra sus grabados humildemente. En el taller. En la fachada de su casa, un relieve de unas payesas. Palma también es pueblo, y es un alivio que lo sea.

Las ciudades permiten jugar al escondite, sobre todo las que fueron de traza árabe, laberíntica. Palma lo fue y es juguetona: puedes perderte y perder a quien creías encontrado. Como si estuvieras buscando a un minotauro. Igual que si fueras un fantasma buscando la caída de la noche para ser solo eso, sombra, espejismo. Nada. Puro primitivismo.