Somos depredadores y cuando comemos, depredamos hasta la ortografía. La confusión con el nombre de los platos pone sal y pimienta al chiste fácil. En Palma, en la isla entera, estamos saciados de comer "panboli", tanto que hemos decidido ser generosos y exportarlo en forma de tarjetas postales al extranjero. Los de Barcelona le han dado al "pantumaca" por pura envidia. Y hablando de uno de los pecados capitales, hay quien se ha comido unas suculentas "envidias al roquefort" por pura gula. Otro pecado capital. Salieron verdes, y no por el queso azul sino por la ingesta de semejante cogollo.

Palma tiene su latín en gazapos culinarios. El animal corre demasiado y no se fija en sus meteduras de pata. A nadie se le caen los ojos si ve escrito en una pizarra de barrio un menú donde sirven "cocletas". Es curioso, sin embargo, el esmero al escribir gazpacho, con su zeta y todo, en lugar de salarla con una ese, que es lo habitual en cuanto a "gaspachos" de encerado se refieren.

Hubo lugares como el bar Moka en Sant Miquel -desde que echó la cancela, supimos que la calle no iba a ser la misma, que iba a perder solera; claro que no imaginamos que se convirtiera en una arteria de culto a la franquicia- en el que servían cans calents con un dibujo muy naif del perrito caliente. El bar estuvo siempre ilustrado con dibujos y pinturas. Echó el cierre con las "ensiamadas"; nunca faltan cuando comemos de acuerdo a los dictados de los encerados.

En Ajonegro, el Diario de un gourmet desganado, Andoni Sarriegui cita en sus Delicias de la lengua a Octavio Paz, en una realidad promiscua que "siempre seremos unos monos gramáticos". Hace alarde de su memoria de largo recorrido de la errata del paladar y consigna ejemplos desternillantes como las "bambas a la plancha" o como la receta que le dio un cocinero a Sarriegui en la que entre sus ingredientes estaban "seis cucarachas soperas de harina".

Más de una generación alimentada con "salsichas", "canalones", "gordon blue" o en su versión erótica, "condón blues" o tomando una "bisexuá", que cuenta el pintor Joan Soler que cantaba una camarera cuando ofrecía la vichyssoise, nos convierte en primates de la lengua. Con todo, ¡cuánta ternura está escrita en esos errores en la pizarra del bar de barrio!, y cuánta tontería en algunas cartas que en un tiempo cotizaron en bolsa, donde al leer algunos platos te convertías en poco menos que una flor de pitiminí. Lustrarse está bien pero de ahí a hacer de la alimentación un ejercicio de petulancia en el que no eres nadie si no te comías una tortilla deconstruida servida en copa media un abismo.

A algunos se les rompen las costuras al ver en la lista del menú unos canalones porque a la ortografía hay que sabérsela comer con gusto, pero no es necesario que se nos pongan los ojos como el blanco del huevo al comernos un pétalo glassé. ¡Los gazapos también alimentan!