Hacia el año 1400 había un sentir generalizado de angustia ante la penosa situación que atravesaba la Iglesia, y muy especialmente el Pontificado romano. En ese contexto se entienden los versos que dejó escrito el canciller don Pedro López de Ayala: "La nave de sant Pedro pasa grande tormenta/ e non cura ninguno de la ir a acorrer/ e asy está en punto de ser anegada/ sy Dios non acorre aquesta regada/ por su misericordia segunt suele facer". En esa época, una de las más trascendentales para la historia del Pontificado romano y del Primado del papa, la Iglesia estuvo sumida en las tinieblas del Cisma de Occidente.

Todo empezó con la muerte de Gregorio XI (1378) „un año antes de morir había regresado de Aviñón a Roma„ y la posterior decisión, a regañadientes, del colegio cardenalicio, dominado por una mayoría francesa, de elegir a un papa italiano: Urbano VI. Por lo visto la decisión había estado muy condicionada por la fuerte presión, incluso violenta, del pueblo romano sobre los cardenales. En un principio todo parecía discurrir con normalidad, pero las relaciones entre el nuevo papa y los cardenales galos se tensaron rápidamente. Los franceses pronto abandonaron al Romano Pontífice trasladándose a Anagni. Allí depusieron a Urbano VI y eligieron como nuevo papa a Roberto de Ginebra, Clemente VII, que se trasladó a vivir a Aviñón. Los cimientos del catolicismo temblaban, y mientras Santa Catalina de Siena llamaba "mentirosos, idólatras y diablos colorados" a los cardenales franceses, san Vicente Ferrer apoyaba abiertamente al papa de Aviñón. Así comenzó el Cisma de Occidente que obligó a que los reinos europeos se alineasen en uno de los dos bandos, pasándose de uno al otro según sus intereses del momento. Esta penosa situación duró más de cuarenta años. Fue al final del cisma que apareció en escena el papa Clemente VIII.

En el Concilio de Constanza (1414-1417), se eligió como nuevo papa a Otón Colonna, que pasaría a llamarse Martín V. Éste, tras la renuncia de Gregorio XII y el sometimiento de Juan XXIII, consiguió el reconocimiento de la mayoría de los reinos de la cristiandad, frente al papa de Aviñón, Benedicto XIII „el papa Luna„, el cual había sustituido a Clemente VII. Éste, argumentando que era el único de los papas que había sido cardenal antes del cisma, se consideraba el legítimo sucesor de Pedro, por lo que no quiso abdicar. Por cuestiones políticas, Alfonso V de Aragón le protegió, dejándolo residir a él y a toda su corte, en el antiguo castillo templario de Penyíscola. Allí falleció en 1423. Sin perder tiempo, tres cardenales leales al de Aviñón, nombraron papa a un aragonés, Gil Sánchez-Muñoz y Carbón, persona de máxima confianza del papa Luna, que tomó el nombre de Clemente VIII. Gil había nacido en Teruel, en la casa solariega de la influyente familia de los Sánchez-Muñoz, ubicada todavía hoy en la plaza de San Juan. A pesar de que Gil fue hijo primogénito, y por tanto, con la posibilidad de disponer de cuantiosas rentas y una vida cortesana, renunció a ellas para colmar su vocación religiosa. Fue nombrado, por el papa de Aviñón, chantre de la catedral de Girona y canónigo de la de Valencia, entre otras dignidades. Quiso el destino que fuese proclamado papa.

Tras la proclamación, viendo la reina María que se persistía en mantener el cisma „aunque era casi anecdótico„ y viendo posibles conflictos diplomáticos, ordenó al gobernador de Castelló que arrestase a los cismáticos de Penyíscola. Pero, a su regreso de Nápoles, su marido, el rey Alfonso el Magnánimo, vio la posibilidad de utilizar a Clemente VIII „aragonés„ como comodín en su juego político frente a la influencia de Francia sobre Martín V. Por ello, revocó la orden de su esposa y dispuso la protección del castillo, del papa y sus cardenales, dotándoles con 16.000 florines anuales.

Esta situación duró ocho años, los que tardaron en pactar el rey de Aragón y Martín V. En el mes de mayo de 1429, el monarca envió a Alfons de Borja (el futuro papa Calixto III) a Penyíscola para convencer a Clemente VIII que renunciase a su dignidad. Al ver la situación, los cismáticos entendieron que aquella aventura había finalizado. Gil renunció de su cargo pontifical y abandonó la antigua fortaleza templaria. En gratitud, Martín V le indemnizó con cuatro mil florines de oro y, tras instalarse unos meses en Valencia, el 28 de agosto, fue nombrado obispo de Mallorca. De todas formas hubo un pequeño contratiempo, pues el rey, desconociendo la decisión del papa, en el mes de octubre nombró obispo de Mallorca, por su cuenta y riesgo, a Galcerà Albert, monje de la abadía de Santa Maria de Ripoll. Presto, Galcerà tomó posesión del cargo de obispo. Curiosamente, los mallorquines estuvieron más de un año ignorando los deseos del papa. Tal como documentó Llorenç Lliteres, fue tal el desdén, que "fue preciso que el Rey mandase a los mallorquines reconocer y tener por verdadero Obispo a Gil Sánchez Muñoz y que el Gobernador Real le intimase so graves penas abandonar el Palacio episcopal, donde se defendía con gente armada". Gracias a la pronta reacción del monarca no llegó la sangre al río y Gil pudo trasladarse a Mallorca y tomar posesión de su cargo.

Las crónicas sobre su gobierno en la diócesis mallorquina son escasas y escuetas. Según Pedro de Montaner, bautizó "solemnemente en la catedral con su propio nombre y apellidos, al rabino mayor, logrando así la conversión masiva de los judíos mallorquines". Murió en 1447.

En el centro de la sala capitular gótica de la catedral podemos ver su sepulcro, una sobria losa sostenida por cuatro leones en cada esquina. En su parte central aparece su figura de medio cuerpo „sabemos, como nos recuerda Curt J. Wittlin, que para esculpir su cara se utilizó "la cara del bisbe de Mallorca fecha de cera", es decir, un molde de cera de su propio rostro„ y blasonada con sus armas. Sobre el sepulcro, colgando de la bóveda de crucería, pende un capelo, que según la tradición fue suyo. Al mismo tiempo, en uno de los muros de la sala se halla una lauda en latín en su honor: "Yo que estoy en el antro de la tierra, soy llamado Gil, estirpe esclarecida de los Muñoz. Engendrado en Teruel, cuyo fuerte castillo de la gente de Aragón es famoso por todo el orbe. Me honró como padre la isla mayor de las Baleares. Fui amado, durante mucho tiempo, como obispo, y realicé magníficas gestas, mientras en Peñíscola me tuvo como Pedro, acompañado por numeroso senado. Rechacé los cismas que sembró un taimado enemigo; cismas que, durante 60 años, oscurecieron el mundo. Traté de pacificar la Iglesia bajo un solo Pastor..."

*Cronista oficial de Palma