Los tordos vuelan bajo, como dice el refrán mallorquín. Pero a veces vuelan tan alto que cuesta distinguirlos. Al desayunar, entablé conversación con Jaume. Un hombre ya mayor y con pasado atlético, de socorrista. En el curso de la charla, me contó que tuvo la ocasión de conocer a Dalí. El pintor, que no era el loco que aparentaba, le confesó que sus dibujos de senectud no se parecían a los que hasta entonces realizaba. Y le dijo: "El hombre es dos veces niño. De niño y de viejo".

Es una frase que da mucho que pensar. Y me evoca también la estampa de mi amigo y maestro Cristóbal Serra, mirando la avenida Argentina detrás de sus cristales. Escuchando el paso de los coches y el minuteo leve de las horas. Lentas y ausentes para quien ya no puede salir de casa. Contemplando el pequeño cielo en la ventana, por donde, en algún lado, vuelan alto, muy alto, los tordos de la vida.

Varios aspectos han sido nefastos en este momento histórico que vivimos. El primero, la monetización de la existencia. También el olvido de la vida interior. Estamos más comunicados que nunca con los demás. Pero ningún Iphone ni tableta nos permite hablar con nosotros mismos. No hay cobertura. Pero tal vez, lo que sea más moralmente detestable es el olvido y la minusvalorización de la vejez.

Desgraciada cultura aquella que trata a los que tienen ya una larga vida como juguetes rotos. Como un gasto inútil, al que se le escatiman hasta los frenadoles. Injusta, egoísta y corta de miras. Nos obsesionan los problemas cuando los tordos vuelan bajo. Pero el día en que el horizonte comienza a crecer en vertical, cuando se confunden cosas del presente y del pasado, cuando sobreviene la segunda niñez de la que hablaba Dalí, los tordos vuelan alto. Muy alto. Y no hay nadie allí para percatarse de ello.