Un adagio popular asegura que en varias mudanzas se pierden tantas cosas como en un incendio. Y es verdad que, cíclicamente, vivimos episodios purgativos. En ellos, por una u otra razón, debemos hacer limpieza y desprendernos de cosas viejas.

Muchos, entre los que uno se cuenta, somos sentimentales en exceso. Y mientras podemos y el tamaño de la casa lo permite, guardamos todo aquello que tiene un cierto valor evocativo. Papeles, objetos averiados, ropa inservible, diarios atrasados, que sé yo...

El problema sobreviene el día en que, por mudanza, reforma o simplemente asfixia, hay que tomar una decisión drástica. ¿Por dónde empezar? ¿Cómo establecer un criterio?

Si tomásemos como punto de partida la visión más racionalista, sólo guardaríamos las cosas que tienen utilidad. Y serían bien pocas. El problema se complica cuando te dices: "No, sólo los recuerdos más importantes".

¿Quién puede establecer esa divisoria sin conflicto?

Miras un recorte de diario de hace quince años. "Esto me puede hacer falta algún día". Tomas una gorra completamente descolorida. "Fue la del viaje aquel, qué recuerdos", y la guardas. Te dices seriamente. "La colección de pipas tengo que conservarla, aunque haga trece años que no fumo..." Y así sucesivamente.

Para desprenderse de los recuerdos hay que cerrar los ojos y tirar a bulto. De lo contrario, claudicas ante cada una de las evocaciones. Y no digamos cuando se trata de objetos de tus hijos cuando eran pequeños. "Oh, este babero. ¡El biberón! La almohadita sucia con la que dormía, el platito de colores..." Tirar eso a la basura es como un insulto a tu propio pasado, quebrar lo más profundo de tu emotividad. Pero por otro lado, reconozcámoslo, ¿qué coño vas a hacer con un biberón de hace treinta y tantos años?

Por tanto, acabas pensando que no hay nada como un incendio para tomar decisiones que uno por sí mismo se ve incapaz de cumplir.