Es curioso como algunos recuerdos salen a la superficie, como esos objetos que el mar deposita en las orillas. Mientras que otros siguen ocultos por el océano inmenso del olvido. De esas imágenes rescatadas, siempre me viene a la memoria la Costa de Sant Domingo de mi infancia.

Tengo todavía vívido el aspecto de aquellas escaleras que llevan hacia el Carrer Victòria, con tenderetes de cuadros y "souvenirs" sesenteros. Era uno de esos rincones con encanto, como las casamatas aledañas al teatro Principal. Siempre llenos de cosas, de colores, de gente parada, de turistas con aquellos gorritos ridículos de los años 60.

Tal vez esas reminiscencias acuden al rompeolas de la memoria por contraste. La Costa de Sant Domingo es, en su parte inferior, un lugar triste en nuestros días. Con buena intención, se rescataron los restos existentes de los estribos de la antigua iglesia. Visibles hoy a través de unos ventanales. Pero, por desgracia, la humedad ha terminado por convertirlos más en un espectáculo penoso que en un testimonio de la historia de la ciudad.

Salvo la Casa del Mapa, que ofrece un intesante escaparate de libros, planisferios, mapas y globos terráqueos, el resto de los locales están vacíos y abandonados. En las escaleras ya no se exponen cuadros ni recuerdos. Y hay que acercarse a la parte superior de la calle para disfrutar de un poco de vidilla.

Siempre me ha parecido una calle desaprovechada. Teniendo tanta historia, estando en el corazón de la ciudad, con tantos recovecos y posibilidades, se ha convertido en una fría zona de paso. Desprovista de colorido o animación.

Es un poco el destino que van corriendo otras zonas del casco antiguo. Y es esa soledad en lo que antes fueron zonas más familiares, de mayor vida en la calle, la que produce la marea del recuerdo. Arrastra hasta la arena de la conciencia las pequeñas conchas brillantes de otros tiempos.