Por fin la reina, junto al resto de la familia real, desembarcó en Palma. Para el recibimiento se había construido un pabellón de tela, elaborado con mucho empeño, al cual se accedía desde el mar a través de una gran escalinata. En primer lugar se encontraba un salón de descanso, que a su vez comunicaba con el tocador y la sala de refrescos. Después de dar la bienvenida y tras un breve descanso, un entoldado, formado por una larguísima bandera española, condujo a Sus Majestades, junto al resto del séquito, hasta la puerta de la muralla (avenida Antoni Maura). Gentes venidas de todas las islas –unos ciento cincuenta ibicencos se habían trasladado a Mallorca– se agolpaban para ver a Isabel II. La aglomeración empezaba en lo alto de las murallas, con centenares de cabezas que asomaban al puerto, y desde allí, el gentío se derramaba por los principales paseos y calles de la ciudad. Los más caprichosos ofrecieron importantes cantidades de dinero, para poder acceder a los balcones particulares mejor situados, con la intención de seguir, con todo detalle, el evento. El entusiasmo popular no podía estar más animado. La Corporación Municipal también se mostró muy dispuesta. Así lo atestiguan los ciento veinte carruajes que ofreció a la Casal Real para las necesidades que pudiesen surgir durante la estancia de la Reina.

Tres bellas señoritas, vestidas con vistosos atuendos de la Isla, abrían la solemne comitiva lanzando flores al suelo. Los primeros en pisar la alfombra floral eran los cossiers, que con sus danzas y alegres trajes daban todavía más colorido al acto. Los maceros de la ciudad y antiguo Reino, montados a caballo, encabezaban una larga hilera de carrozas y jinetes. Ésta estaba custodiada por unos soldados, todos ellos ataviados con uniforme de gala. Entre las carrozas había una que destacaba, en la cual se subió la Familia Real. Se trataba de una carretela "descapotable", que contaba con, nada más y nada menos, que con seis corceles de tiro. Pertenecía a la familia Moragues, la cual, con mucho gusto había cedido a Su Majestad para la ocasión. La carroza real era servida por libreas cedidas por la noble Casa de Despuig, asunto que fue muy aplaudido, incluso por las más exigentes damas mallorquinas. Un jinete, montado sobre un enorme caballo, destacaba sobre toda la comitiva. No era sino el general Cotoner que daba servicio de guardia de honor a los monarcas. La euforia, finalmente, se desataba con la suelta de una bandada de palomas blancas, encintadas de mil colores.

Cuando la comitiva llegó a la parte alta de la ciudad, se convidó a la reina Isabel II a besar el Lignum Crucis presentado por el obispo, D. Miquel Salvà, en la intersección de la calle de la Victòria y Palau Reial. Se remembraba, así, una antigua costumbre que habían repetido los monarcas de este Reino y que, incluso, el emperador Carlos I había respetado. Desde allí, a pie, bajo palio, se dirigieron los reyes a la Catedral. Al entrar en el soberbio templo gótico, con su espacio interior fulgurante, producido por cuarenta quintales de velas de cera, acompañado del grave cántico del Te Deum, acabó por vencer la entereza de la reina Isabel. Todos los allí presentes se percataron de su emoción.

Ya por la tarde, la Familia Real visitó el convento de Santa Magdalena, el Hospital General. Precisamente, fue en éste último dónde la reina Isabel recibió el primer mensaje del telégrafo submarino venido de Valencia. Después se visitó la Casa de Misericordia y finalmente el convento de las franciscanas Capuchinas.

A pesar de que algunos personajes ilustres de la visita se alojaron en algunas casas particulares –el duque de Tetuán en la casa de los condes de Montenegro, el ministro de Fomento en la de Villalonga-Aguirre, el de Marina en la del marqués de Bellpuig, u otros en Can Pueyo o Can Torrella–, la mayor parte de la Corte se alojó en el Palacio de la Almudaina. Por ello, días antes, quince mil piezas de papel fueron utilizadas para decorar las paredes de los grandes salones. Además, la capilla real de Santa Anna, joya de la arquitectura mallorquina, fue pintada y blanqueada. Según las crónicas "nada quedó de lo que había". Hasta el poco mobiliario que allí debía quedar, fue substituido por otro con más "decoro y pulidez". Durante la noche, toda Palma quedó iluminada por miles de farolillos. Solo el Círculo Mallorquín, colocó seis mil luces de gas –además de gastarse cuatro mil duros en adorno de sus salas con "ricos damascos y terciopelos de colores nacionales en sus balcones". En el Born ardían mil farolillos a la veneciana, en los baluartes, cuartel del Carmen, Casino Balear, en Can Quint, Can Puig y muchos otros edificios públicos como privados, lloraron lágrimas de luz hasta la llegada de la aurora. A la mañana siguiente, la Reina tendría una recepción con los comisionados de los pueblos de Mallorca. Por ese motivo, durante la noche no pararon de entrar personas y carruajes venidos de todos los rincones de la Isla. Tanto era el ajetreo que se decidió dejar abiertas varias puertas de la ciudad.

Por la mañana, la reina Isabel tuvo su encuentro con los comisionados. Se lució la ciudad de Alcúdia al regalarle un tiro de ocho mulas. Los pueblos regalaron al Príncipe de Asturias y a la infanta, sendos trajes mallorquines ornados de ricas botonaduras, pendientes, cruces de oro y brillantes. Para demostrar su agradecimiento, los hijos de la Reina, se vistieron con ellos, y así visitaron la Lonja y la Inclusa.

Posteriormente, la comitiva se dirigió al antiguo solar del convento de los Mínimos (actual plaza de la Reina), para colocar la primera piedra del monumento con la estatua de la reina Isabel que la Diputación había encargado construir. El mismo que unos años más tarde sería destruido por la turbamulta revolucionaria. Ya entrada la noche, tuvo lugar una serenata marítima.

Al día siguiente, Sus Majestades visitaron de nuevo la Catedral. Por la tarde acudieron al Instituto Balear y a los conventos de Montesión, San Francisco y Santa Catalina de Sena. Posteriormente visitaron las iglesias de San Miguel y Santa Eulalia, y desde allí se dirigieron al castillo de Bellver. Dirigiéndose a la bella fortaleza, fue muy sonada la aclamación que a su paso le hicieron los vecinos de Santa Catalina. Finalmente, por la noche, la Reina inauguró el nuevo teatro, más tarde conocido como Teatro Principal. Al día siguiente, se hizo una excursión a Sóller en ómnibus y galeras, parándose en los predios de Raixa y Alfabia.

Finalmente, el domingo 16 de septiembre, a pesar del mal tiempo, Sus Majestades se dirigieron al puerto de Alcúdia, para desde allí, zarpar hacia Maó. Acababa así la visita de Isabel II a Mallorca.