Después del desembarco de las tropas de Jaime I en la playa de Santa Ponça, a principios de septiembre de 1229; después de una serie de enfrentamientos entre musulmanes y cristianos €en los que murieron, entre otros, los dos caballeros Montcada€; y tras iniciar el sitio de Madina Mayurqa, colocando el campamento en el altillano de la Real; el rey consiguió blindar los accesos a la ciudad repartiendo numerosos soldados entre diversos puntos cardinales. La vigilancia se reforzó: en la parte septentrional, la puerta de Bab-al-Kofol (o de Santa Margarita, inicio de la actual calle de Sant Miquel); en la parte levantina se colocaron mil hombres en las torres Llevaneres (actual solar de Gesa); mientras que en la parte de poniente se vigiló la puerta de Portopí (más o menos dónde hoy se encuentra el museo Es Baluard).

Ante esta situación de bloqueo, el valí mallorquín Abú Yahya trató de negociar una capitulación. Hubo un primer encuentro entre éste y una delegación encabezada por el tío de Jaime I, Nuño Sans, al que acompañaban diez caballeros. Tras la entrevista, Nuño transmitió al rey las condiciones. Entre los consejeros del monarca catalán se encontraba Pere Cornel, que al escuchar lo que proponía el valí dijo: "Por la fe que Dios nos ha dado y defendemos, aún cuando nos dieran cuanta plata pueda caber en la hueste y en la sierra, no desistiremos de la conquista de Mallorca, ni volveremos a Cataluña antes de haberla tomado". Hubo más entrevistas entre las dos partes, pero de nada sirvieron las artes diplomáticas para frenar el asalto final. En realidad, la mayoría de los nobles catalanes querían finalizar la campaña batallando. Raimon Alemany, Gerard de Cervelló €ambos del linaje de los Montcada€, Guillem de Claramunt, los obispos de Barcelona y de Girona, el paborde de Tarragona o el abad de Sant Feliu€ todos ellos se manifestaron a favor de la conquista por la fuerza de las armas. En esas negociaciones y consejos no figuraba el conde de Ampurias, pues no quería discutir nada. Se encontraba metido en su cava, de la cual había jurado que jamás saldría hasta que la ciudad fuese tomada. Desde un principio se vio que las negociaciones no arribarían a buen término. Tomada la decisión de atacar, los nobles feudales hicieron un juramento en virtud del cual "todas las señeras de los caudillos entrasen primero, y que las subiesen a los muros con todos sus caballeros [€] y que no se separasen aunque viesen perder la vida".

Empezaron los preparativos para la batalla final. El Rey ordenó la construcción de dos castillos de madera móviles y de todas las escalas que fuese posible construir. Artilugios todos ellos para alcanzar los muros de la ciudad. En las crónicas aparece la Arnaldes, una máquina de guerra (seguramente se tratase de una catapulta) que poseían los catalanes y que fue objetivo constante de los sarracenos debido al gran daño que provocó en las murallas y torres de Madina Mayurqa. Durante las primeras semanas de diciembre, los esfuerzos se concentraron en realizar cavas bajo los muros, abrir brechas, mientras otros rellenaban los fosos con ramas, tierra y piedras. Todo ese esfuerzo era para que la caballería y la infantería pudiesen entrar a peu pla, sin tener que sortear grandes obstáculos y así poder cargar contra los musulmanes. Pasaron las semanas de diciembre y el frío se hizo insoportable, lo que avivaba, todavía más, las ganas de atacar de una vez por todas y entrar en la ciudad.

Fue en las vísperas del 31 de diciembre, cuando el rey ordenó a toda la hueste que, al salir las primeras luces rosadas de la alborada, oyese misa y comulgase, para que, a continuación, se armasen todos para entrar en batalla. Así se hizo. En las crónicas de la época, entre las muchas escenas que se describen, con un marcado carácter medieval, se encuentra ese momento en que "la hueste oyó misa y comulgó entre lágrimas y sollozos y unos a otros se pidieron perdón".

El ejército se debió colocar en la actual intersección de las Avenidas y las calles de Sant Miquel y 31 de Desembre. Fue en esa llanura frente a la Puerta de Bab-al-Kofol que Jaime I ordenó a sus caballeros atacasen la ciudad: "¡Adelante barones, en nombre de Dios! Pero quien insufló los ánimos necesarios para emprender el ataque fue el grueso de la infantería, pues empezó a exclamar repetidas veces, a una voz: "Santa María, Santa María, Santa María,€". Al mismo tiempo, un infante barcelonés subió a lo alto de una de las torres y colocó el Estandarte Real, y allí quedó tremolando, convirtiéndose en testigo privilegiado de la batalla que había comenzado. Via a dins!, via dins! Que tot es nostre!, gritaba el joven soldado desde la torre, animando a los peones a penetrar la muralla por una de las brechas abiertas. La infantería entró primero, para a continuación hacerlo la caballería. En la calle Sant Miquel los musulmanes crearon un tapón con sus escudos y lanzas paralizando el empuje cristiano. Entonces llegó el joven Jaime I, y fue en ese momento cuando, al ver que sus caballeros tenían sus caballos encabritados sin poder romper las prietas filas sarracenas, espetó la famosa frase de "vergonya, cavallers, vergonya!" Tras el grito vergoñoso del rey los cristianos empujaron más fuerte y consiguieron romper las filas enemigas, derramándose las tropas catalanas por las calles de la ciudad. Fue entonces cuando el pánico se apoderó de los habitantes de Madina Mayurqa. Muchos huyeron despavoridos fuera de la ciudad, otros se buscaron escondites inútiles dentro de ella.

Abú Yahya, que demostró su valentía durante la batalla, fue capturado en una casa cerca de la calle Sant Miquel. Pere d´Alcàntara Penya la localizó en la desaparecida calle d´En Ribes, entre las actuales calles de Moliners y Gater. Cuando Jaime I se encontró con el visir le perdonó la vida. El sarraceno le contó que nada más empezar el asalto, el primer jinete que atravesó las murallas fue un caballero en solitario que portaba de blanco el caballo y la capa. Jaime I en sus crónicas lo cuenta y él mismo deduce que aquel personaje vestido de blanco no era otro que San Jorge, aunque probablemente se tratase de uno de los caballeros templarios que participaron en la conquista. La ciudad fue saqueada durante días. Los atropellos cometidos fueron indecibles. La ciudad quedó destruida. Tardaría cerca de cien años en poder resurgir, como el Ave Fénix, de sus propias cenizas.