¡Qué ansia! Llevan ya unos meses instalando postes para colocar las luces de Navidad con una diligencia abrumadora. En Cort tienen prisa por animarnos con el espíritu navideño y encendernos los rostros grises que se nos quedan a diario cuando desayunamos subidas y recortes como piedras.

Dos semanas atrás, un trabajador del departamento de mantenimiento municipal se disponía a colocar las guirnaldas de Navidad en la Rambla cuando se dio un susto de campeonato. Atento a no atropellar a los paseantes de la Rambla, no se dio cuenta de que había una cabina telefónica a sus espaldas. El choque fue descomunal a pesar de ir a 0,5 kilómetros por hora. La florista del puesto cercano aún perla su descripción con cara de pasmo. "¡Pobrecito, el chico se asustó un montón cuando vio el destrozo!", recuerda.

La cabina quedó hecha trizas. Antes del atropello, de los dos teléfonos uno funcionaba, y el otro "siempre estaba estropeado", asegura la vendedora de flores. "Lo arreglaban y volvían a romperlo", salpimenta el relato.

Es curioso, aleccionador incluso, observar cómo miramos la ciudad. Esa cabina rampante como el barón de Italo Calvino sigue ahí, impertérrita. Las prisas por encendernos con las lucecitas se reservan para Navidad, que estamos en tiempos de recortes. Y si estamos tan austeros, incluso con esas ahorrativas leds, quizá deberían dejarnos a oscuras porque así estamos. Quizá por eso no vemos la cabina caída. Quizá por eso pensemos que es una de esas acciones que llaman artísticas. Sólo que verse se ve, como un barco varado. Pero caminamos sin ver.

Las cabinas son una suerte de reliquias, muy vintage si me apuras, que en España somos capaces de identificar gracias a la película de José Luis López Vázquez, La cabina. Ahora, aquella caja acristalada y de color rojo en el que nos metíamos a echar lengua horas y horas ha pasado a mejor vida porque incluso estando en el paro seguimos dándole al teléfono y engordando a las compañías de telefonía móvil. En España pagamos las tarifas más altas de la Unión Europea y ni por esas soltamos el cachivache. Porque claro, que una ciudad pierda sus cabinas telefónicas no es sinónimo de quedarse fuera del juego, pero que una persona ande sin celular es ser poco menos que un cavernícola.

Pues ya veremos cómo acaba el cuento. Por si acaso, repongamos las cabinas telefónicas de Palma, y si es necesario píntelas de nuevo de color rojo que anima más que ese azulete de Movistar. Una conversación en una cabina socializa más que esos soliloquios ambulantes que uno escucha en la calle. Al tiempo, acabaremos pagando un potosí por las reliquias de las cabinas telefónicas. En Palma aún quedan, pero cuando llegue Navidad quizá estén todas liquidadas.