Las excelencias de la cocina popular mallorquina se expanden gracias a la emigración. Por las manos de Elfi Reyes, boliviana de La Paz, la masa de harina y huevo engorda en el aceite de un lebrillo que en Mallorca se construye artesanalmente en Pòrtol, aunque tiene sus imitadores porque somos barro global. Los buñuelos del viento son el postre de temporada aunque a estas alturas vamos a celebrar los muertos en bikini y pareo.

"Lo más importante es la masa y que el aceite esté en su punto", asegura Elfi desde el pequeño portal de un clásico en Sant Miquel, Bunyols Boníssims, uno de los pocos comercios que se resisten a hacer de esta arteria Ciudad Franquicia.

Elfi ya trabajó cuatro años atrás en el negocio de Xisco Busquets –propietario de la buñolería– y tras un paréntesis volvió a poner las manos en la masa. Regresó tirando del hilo familiar porque ahora en el pequeño puesto le acompaña su hermana pequeña Sandra. "¡Vamos metiendo mano!", asesta con una risa mañanera. Barre para casa y apunta: "En Bolivia también los comemos. Allí todo el año porque siempre hace frío en la capital. Pero allí les ponemos miel por encima. ¡Qué ricos!". Y no les hacen el agujero. "Nosotros los servimos planos", añaden las hermanas.

Es probable que el néctar les llegue por influjo andaluz que también en el sur se rocía la masa de harina ventosa con la miel. En Bolivia embadurnan el buñuelo con miel de caña.

Elfi ha aprendido de "la señora Victoria". "Yo no le añado nada porque es una receta de su familia", asegura. "Es muy importante hacerlos con cariño", subraya Sandra. De soslayo, su hermana mayor mira el aceite que aguarda ser lecho de la masa. Se acerca una pareja de turistas. Preguntan precios. Cuatro euros, un cuarto de kilo; 8 euros, el medio y 16, un kilo. Se van. Alcanza el puesto una señora. Elfi atiza el fuego. Sandra le sirve medio kilo. "Los jueves es el día que más servimos porque los de los cruceros nos compran muchísimos", apunta la menor de los Reyes Ortiz.

Los buñuelos de viento son estampas de una cultura que saca a la calle sartenes con aceite hirviendo donde Velázquez pintó a la vieja que freía huevos. Es impensable ver en Hamburgo o en Viena semejante escena, y ni digamos en Boston, que hace que Palma siga siendo ciudad mediterránea. Ellos sacan sus carritos de salchichas y perritos calientes mientras nosotros apostamos a una mujer –¿porqué siempre una mujer y no un hombre?– al cuidado del hornillo y la sartén gigante.

Los buñuelos de viento se comen en la isla por vírgenes y por los muertos. Cualquier excusa es válida y razonable cuando intervienen las razones primarias. Aquí, en Hamburgo, Viena y Boston. Pues eso, barro y levadura global.