Da igual que los alcaldes y concejales de festejos nos mantengan entretenidos con eso que llaman actividades populares, es decir, que pagaremos nosotros con nuestros impuestos y todo para liquidar un pan y circo menguado pero no lo suficiente como para seguir manteniendo en cartel misas rocieras, castellers, correfocs y otras romerías tan populares. Pues eso.

No se esfuercen en sus mimos, hagan lo que hagan, siempre serán superados por la teatralidad de la propia calle, por sus escenarios, por sus diálogos de Séneca que se dan al calor de un hilillo blanco de cigarro en una de esas terrazas arañadas al espacio público.

Cuando vas al teatro y aguardas que se alce el telón y que de aquellos objetos que abocetan una escenografía surja la movilidad, o esperas que se haga la luz y se rompa el silencio, ese cosquilleo previo a la función es casi mejor que la obra en sí. Por desgracia, muy a menudo.

Calderón de la Barca se pondría las botas con una ciudad como Palma porque ¡total como la vida es sueño! Podría elegir, por ejemplo, entre unos restos de muralla tomados por hombres y mujeres semidesnudos que corren sin mover una pestaña o esos tránsfugas de asfalto que se reservan la ciudad en domingo porque el resto de la semana no hay quien la aguante. O ese abuelete que aún mantiene la costumbre de comprar los pastelillos aunque no sea en el horno de su infancia.

Mientras a la mayoría le da por creer que visitar el campo por horas le exonera de su sentimiento antiurbano –aunque en realidad no aguanta el polvo de los caminos, los bichos, el polen y el olor a boñiga de vaca–, otros hacen de la ciudad su mejor escenario. Como buenos actores, arrojan su camisa de fiesta, se calzan las deportivas y tira millas.

Aficionados a las tablas

Los que vienen de paso piensan que los autóctonos somos muy aficionados al teatro y que tenemos una ciudad muy cultural porque en la plaza Major hay saltimbanquis, transformistas, hombres barro, mujeres mimo. Además creen que también nos gusta mucho la música porque tras librar los soportales, pasan de una marimba de Guatemala a una bulería del Sacromonte, o mojan la pestaña con el Ave María de Schubert.

Nos creen políglotas porque conforme avanzan hacia el mar del paseo, escuchan que hablamos muchas lenguas. No saben que somos hijos de La vida es sueño y que Calderón del XXI se abismaría en Palma pero que muy a gusto.

Los cómicos no quieren madrugar así que dejan su escenario tal cual. Una maleta, un cántaro, un banco, un bastón y unas botas viejas aguardan a que se levante el telón, o sea, que llegue el actor de barro. Al lado, una escultura de Margalida Escalas sirve de ´paragüero´ para el resto de mobiliario de la función. Ni en tiempo de crisis se los lleva nadie. Un respeto al arte. Si ya lo piensan nuestros visitantes: los mallorquines adoramos el teatro. Y somos, además, muy buenos actores.

Todo preparado: se alza el telón

La calle es puro teatro, escenarios espontáneos donde las personas aventuramos diálogos de Séneca en tertulias de bares, o celebramos los ´Happy Days´ viendo un banco, una maleta, un bastón, unas botas viejas y un cántaro de barro. A su lado, una escultura de Margalida Escalas sirve de soporte para el resto de la escenografía del teatro callejero de Palma.