Primera hora de la mañana. Una gente desayuna tranquilamente en una terraza del centro. De repente, cae algo del cielo. Un bulto blanco, que rebota contra la acera y queda extendido como un paquete abierto. Yo estaba todavía lejos, pero por las miradas de la gente comprendí que no se trataba de un papel ni nada parecido.

Al acercarme pude ver una paloma con las alas extendidas sobre el asfalto, boca arriba. Uno de los ocupantes de las mesas se levantó, y cuando estaba a punto de cogerla, la paloma pareció despabilarse. Se puso de pie dando tumbos de mareada. Y caminó hacia un alcorque cercano, perdiéndose de vista.

Muchas veces me he preguntado por qué las aves enfermas como aquella suelen buscar el suelo para morir. En más de una ocasión me he cruzado con palomas moribundas, las plumas hinchadas y esa mirada febril, la pupila diminuta, que te mira sin mirar. Aparecen en portales, al lado de coches, en el rincón de una puerta. Allí están más indefensas que en ningún otro sitio. A merced de cualquier animal, de un coche. Entre la gente y las motos. Pero a ellas no parece importarles, siguen buscando el suelo.

Te imaginas que si fueses paloma, irías a refugiarte en los sitios altos. Buscarías las alturas remotas, cercanas al cielo. Algún tejado, un pináculo de iglesia, un campanario. Porque lo congruente sería que, al morir, los pájaros se fueran al cielo que es el medio al que pertenecen. El cementerio de los pájaros debería de ser una nube. Flotante, iluminada con las luces del atardecer.

Pero no. Es como si una secreta llamada les convocara al suelo, a la Madre Tierra, no importando la desprotección ni el peligro ni la suciedad. Mueren en medio de charcos y de basura o son aplastadas por un coche. En lugar de levitar hasta la eternidad en una nube, se convierten en un pegote sanguinoliento de plumas.

Qué extraño destino y qué paradoja.

El cielo pertenece a los pájaros vivos, no a los muertos.