Parada y fonda fugaz en los bares de estaciones: un minarete perfecto para ilustrar la asignatura de la condición humana. El tempus fugit se hace metáfora en un lugar de paso, en un espacio donde unos se van y otros llegan, en un cruce de caminos. Un café en la estación del tren se aventa sobre raíles en este recodo de las Avenidas. Ponemos rumbo a Sóller. Ese es el destino que miles de turistas siguen eligiendo como excursión ineludible si uno quiere contarle a los amigos que ha estado de vacaciones en Mallorca.

A principios de año se le lavó la cara a la fachada de la estación, situada en un edificio que está protegido como bien catalogado. Se recuperó su terraza superior y, sobre todo, el entablillado de madera que techa la estación exterior, donde los pasajeros aguardan la llegada del tren. El relog sigue minutando el tiempo que en la canícula se salda con idas y venidas al bar, un añadido al edificio de ingeniería civil que dista mucho de ser una buena pareja de baile para la estación. Abierto en 1982, permite, sin embargo, asomarte a la ciudad bulliciosa –estos días más con el hurto del carril bici que la ciudadanía respaldaba–y ser testigo a través de su reja.

La estación está circunscrita por un enrejado al que muchos reclaman una manita de obra. Mantiene una fuente seca que pasa desapercibida entre las mesas y sillas de la minúscula terraza. A la entrada, en lo alto, como quien entra en un pequeño Manderley venido a menos, cuelga el letrero en hierro Ferrocarriles de Sóller. Flanqueado por esas bolas blancas de iluminación que diez años atrás volvieron a ponerse de moda.

Un crío que bien puede ser de Birmingham saluda la llegada del tren enfundado en su camiseta de David Villa, el número 7 de la selección española de fútbol; unas mesas atrás, otra pareja británica se pirra por el rosa. El padre porta unas calcetas rosa chicle que desprenden luz sobre su pulcro calzado inglés cordado, color caramelo.

En la taquilla se aguarda la apertura de la misma. Hay trenes a Sóller a las 8, a las 10.10, a las 10.50, a las 12.15, 13.30, 15.10 y 19.30. Al lado, sólo se despacha el paquete Palma-Sóller- Port de Sóller-La Calobra. Ida y vuelta, tren, tranvía y barco, 44 euros; 37 si te das un madrugón y coges el tren de las 8. Se escuchan trinos en francés, italiano e inglés. No faltan los visitantes íberos.

Será raro que los viajeros de la línea ferroviaria que se inauguró el mismo día que el hundimiento del Titanic, el 16 de abril de 1912, sepan que al lado está Can Mir, el almacén de maderas que en la Guerra Civil quedó convertido en cárcel. Más de un millar de presos políticos fueron encarcelados y muchos de ellos fusilados. Como reza la cartela que se puso en 2010, parte de los presos que fueron liberados en los primeros días de la contienda, fueron después asesinados por los falangistas. La placa conmemorativa está sobre el nombre de la calle, paradojas o enseñanzas de la vida, que atiende como avenida de Joan March.

Cuando el tren llega difícilmente se escucha su silbo. A diferencia de las bocinas de los barcos que arriban a Palma que aún se les oye, incluso a kilómetros de distancia, el silbato del ferrocarril queda atrapado por el todopoderoso automóvil. Y ahora por las obras del carril.