Llegó con la flor de lis en la solapa y se topó de bruces con la guadaña. La Parca no perdona. Ni por una tarta sacher, el postre souvenir vienés por excelencia. También el más turístico. Austria no canta sólo a Mozart. Canta acunada por su tarta de chocolate. La pastelería Conde Viena ha cerrado. O al menos ya no luce su colorín de galletas, de pasteles al guirlache, de azúcares glaseados. Los papeles envuelven las lunas. Los paseantes avanzan por Unió. Sólo unos pocos se percatan de otro mordisco al tejido comercial de Palma. Éste en un músculo joven.

Andrea y Christian Gibler abrieron su negocio, tras acondicionar el espacio que durante muchos años ocupó la farmacia Muret, a primeros de abril del año pasado. Representaba un más que suculento brote verde a una ciudad que gateaba la crisis como la difunta Liz Taylor, su matrimonio de opereta con Paul Newman.

Sus especialidades sabían a chocolate y mazapán para dar nombre a la majestuosa tarta de s´Arxiduc. No hacían ascos a los sabores autóctonos porque donde fueres haz lo que vieres, y así jugaban en los fogones con las flores del almendro, las figues de moro y las naranjas.

Se abrió espacio en la que presume ser una de las calles más caras de Palma. Y lo pagaron ídem. Decía su propietario que para satisfacer el alquiler tenían que servir 1.500 cafés y vender alrededor de unos 3.500 pasteles. Sus precios no eran los 80 céntimos del café del presidente precisamente, pero ni por esos maravedíes que han podido celebrar su primer aniversario. Así de expeditiva es la Parca.

Vecina al emblemático Café Central, un local que resiste como un jabato el ahorro doméstico, y pegada al Capuccino, parecía no importarle la competencia. Cuantos más seamos, mejor. Es regla comercial que el cliente se mueve mejor en una calle donde encuentre de todo. Así que no importa mucho que en la misma acera te topes con cinco zapaterías, dos perfumerías, una farmacia y cuatro o cinco cafés. Nos priva poder elegir, para acabar siempre en el mismo. Los mallorquines de Palma somos así. Pegados a nuestros hábitos.

Quizá los austríacos no se han dado tiempo suficiente para pillarles el tranquillo a los de ciudad. Ya decían que en temporada baja las ambrosías permanecían tiempo en las vitrinas. Aguardaban la llegada de turistas para hacer caja.

La acera luce gris. Una paloma picotea los restos de aceituna de un pa amb oli del Central. Se ha quedado sin los pétalos de violeta que adornaban algunos de los pasteles del Conde Viena. La torcaz no estaba habituada a tan excelso manjar. Pensaba en su aleteo que las flores son para que tonteen las mariposas. A ellas, voladoras de ciudad, les va la oliva trencada. Para después echar el hueso desde el tendido eléctrico.