Como nos han convertido en seres de consumo, y estamos encantados, enero para la mayoría es sinónimo de rebajas. En Mallorca también es, para que no lo olviden, el mes de las calmas, el tiempo de esos días de sol, sol tibio de invierno, de una luminosidad pasmosa. Cuando sólo apetece ser contemplativo, quedarse quieto como los lagartos que son emblema de ciudades como Villeneuve-lès-Avignon y que bien podrían serlo de este mes de calmas. Enero.

Palma está atravesada estos días de esa luz diáfana que provoca lo que bien podría considerarse un espejismo: ver desde la calle Arxiduc Lluís Salvador el Puig Major. Igual que puedes toparte de bruces con Cabrera si consigues levantar la vista más allá de los herrajes de eso que dicen va a ser Palacio de Congresos.

No todo son calmas. Se afanan los operarios en ajustar los mecanismos de los vilipendiados anclajes de las bicis públicas, a la espera de que en marzo estrenemos Palmabici y vayamos sobre ruedas. Retirada la barra metálica que situaron frente al edificio de Lluís Doménech i Montaner como quien le mete un clavo en el precioso iris de una mirada, otras menos enojosas siguen en su plaza. Fortificadas. Unas con peor suerte que otras.

Palma, ciudad para quien la mira, y también para quien la lee. Como un aplicado lector de la plaza de España que necesita aumentos porque hay quien se mira con lupa el Evangelio. Sentado en el kilómetro cero, que aquí todos conocemos como barómetro, un hombre lee en voz alta el episodio la entrada de Jesús en la sinagoga. Frunce el hombre su ceño para forzar la vista y como no le basta, encaja frente al texto una lupa de escasos aumentos que le convierte, a él y su figura, en un reflejo propio de las calmas de enero. Calmas de Palma.

Otros no parecen visitados por la placidez del clima y no se cortan un pelo a la hora de ponerse a dirigir el paso de los peatones. "¡Qué hacéis pasando en rojo, animales!", espeta a los transeúntes, que sí, efectivamente, atravesaban la escuálida calle Reina Maria Cristina con el semáforo en rojo. Peligro, ninguno; sólo el susto que provocó el grito de tan cívico peatón.

Por si la calle no tuviera arte per se, hay insumisos del arte contemporáneo como el anónimo de la calle Sant Domingo que asegura en la cartela estar poco menos que "mareado de ser arte contemporáneo". A su lado, un dibujo en trazo negro de un paseante que sale del marco del cuadro. En la cartela deja constancia de necesitar o reclamar, en cierto modo, la atención del público: "I´m leaving you right here". No tiene mejor título que Fuck Art, fechado en 2011. Desde los albores del nuevo año, la silueta pintada en negro ya deambula, en un sí pero no, calle abajo.

La vía como lienzo donde expresarse no es plato de gusto unánime. Pero por más que se pongan normativas y multas, las paredes públicas son demasiado tentadoras para quien no tiene quien le mire. Ni qué decir, galerista. En una inmensa mayoría, las pintadas son eso, pintadas, pero cuando paseas y te encuentras en tus narices con según que dibujos, con grafitis, sólo te apetece quedarte como un lagarto. Detenido frente a ese trazo que, en ocasiones, despierta más emoción que mucha de la basura que se expone en alguna que otra galería o museo. Lo interesante de esos trazos es que se parecen al ánimo de las ciudades, que mudan sin mayor ley que la que obedece el pulso de una ciudad. El de todos nosotros. Los paseantes que en estos días habitamos las calmas de enero.