Las chimeneas son un elemento peculiar de la ciudad. Forman parte de su patrimonio vertical, tal como ocurre con los campanarios o los edificios singulares. Sin embargo, durante mucho tiempo tuvieron mala fama. Fueron consideradas como elementos poco nobles. Y acabaron siendo derruidas sin que nadie moviese un dedo por ellas.

Cuando vemos las fotografías antiguas de Palma advertimos algunas chimeneas que ya no existen. Y que constituyeron el paisaje sentimental de generaciones enteras. Enhiestas como agujas de coser las nubes. Ennegrecidas, proletarias, con esa connotación a fábrica, trabajo, sirena y maquinismo decimonónico.

Pero dejando a un lado su carácter práctico, las chimeneas siempre han tenido una poética muy especial. Sobre todo las antiguas, construidas con ladrillo, que carecen de ese componente un poco futurista del metal y nos hacen pensar en el trabajo terrible de los obreros que hubieron de levantarlas. A tantos metros del suelo.

Las chimeneas poseen un encanto esencial, porque generalmente no conllevan nada superfluo. El tubo, tal vez una escala para remontarlas, el coronamiento de la salida de humos, un pararrayos, y poco más.

Arquitectura simple pero al mismo tiempo mágica. Porque siempre te imaginas los hornos ocultos, el empuje del humo oscuro por sus tripas, la alquimia que luego acaba confundiéndose con los cúmulos y cumulonimbos del cielo.

En cierto modo, operan la misma transformación metafórica que los árboles. Como estos, recogen las sustancias y las operaciones del subsuelo. Las conducen a través del espacio, como si se encargaran de ellas. Y después de ese tránsito las liberan en las altas esferas del cielo. Redimiendo la materia grosera en principio invisible.

Tal vez por ello siempre despiertan nuestra simpatía y admiración. Es una lástima que hayan desaparecido en gran parte de nuestro horizonte urbano.