Sale caro limpiar pintadas, sobre todo porque es una historia que no tiene fin. Mientras los ayuntamientos destinan buenos dineros de nuestros impuestos a librarnos de la cabriola del artista de turno, éstos van veloces con sus sprays pidiendo pared, ¡queremos pared! Es una guerra sin cuartel en la que todos y nadie tienen razón. A mí, la verdad, hay algunos grafitis que no sólo me gustan sino que me enseñan mucho. ¡Qué le vamos a hacer, una rareza como otra cualquiera!

En los soportales de la plaza del Mercadal duermen algunos mendigos entre cartones, mantas viejas y todo ese circo de vida cortada con hoja de afeitar. A dos pasos, en Longeta, alguien ha pintado un funambulista haciendo equilibrios sobre la cuerda floja que no es otra soga que la lengua de dos ranas. Como en un morreo sin fin, de esos de adolescentes en primavera. Las ranas pierden del lengüetazo el bombín, la una, la chistera, la otra. Mientras, el retrato grafitero de Gene Kelly baila en la cuerda sostenido por el paraguas de un simulacro de Cantando bajo la lluvia.

Pegado a la escena de ese dibujo, el Bar Flexas, un clásico amenazado por la cohorte de vecinos que quieren dormir, y lo entiendo, pero que olvidan que la ciudad es ruido. ¿Por qué no montan batallas contra los ensordecedores coches con sus atronadores altavoces y esos chillones bocinazos? Ya se sabe, tan sensibles, cual flores de loto, para unas cosas, y tan complacientes para otras... En uno de los pisos del edificio del Flexas un cartel reza simple: "Se vende". Toda la finca, excepto los bajos. El bar parece a salvo. De momento.

No necesita de las artes espontáneas y premeditadas del spray el lienzo de la Iberoamericana, la eléctrica que surtió de luz al barrio chino y a buena parte de Palma, alojada en la Granja Suiza número 12, con ese estampado de mosaico de grafito verde que años después decorarían baños y piscinas. Mantiene impertérrito sus bombillas blancas, grises más bien, con su deseo eterno: Bon Nadal. Parece el marco de los espejos que circundan las caras de las estrellas en sus camerinos, antes y después de cada función. No necesita pintada alguna esa esquina, porque el tiempo es más artista que nadie. ¡Será por viejo! No muy lejos, penden las letras adhesivas de la Alpargatería Elche.

En el corre corre de la calle, en ese damero de grafitis, Gene Kelly baila sobre la lengua de beso de dos batracios, mientras, muy cerca, unos clochards de la Europa rota ahuyentan el hambre y las penas con vino barato. Los inquilinos del Flexas apuran una noche más, por si algún día salen de cuentas y se acaba la fiesta.

De día, ese damero que fue noche canalla y oscura, da paso a los gatos callejeros alimentados por una señora que arrastra un carrito de la compra de plástico, de esos que el supermercado te deja cuando vas a comprar poco. Un paso de cebra sin sentido cubre el asfalto en una calle que no mide ni dos metros, vecina a la plaza del Quadrado. Una hermosa mujer pasea en bicicleta. En su cesto de malabarista lleva las mazas que minutos más tarde volteará con precisión matemática.

Edward James Swift escribió un artículo sobre la ciencia de las artes malabares a principios del siglo XX, que ha sido redondeado y afinado años después. Hay todo un teorema que asocia el malabarismo con las matemáticas.

A ver si no hay que acudir a la razón aritmética para imaginar la de sumas y restas que hay en el cruce de pasos entre la cuidadora de gatos, la malabarista y su hermosa sonrisa, el clochard de Rumanía, por un decir, y ese pintor anónimo que ha logrado que dos ranas consigan hacernos bailar en la cuerda floja con sólo darse un beso de lengua. ¡Pura matemática!