"Cualquiera que haya viajado a la India habrá topado con un taxista, un policía o un tendero sikh en el bazar. Y lo mismo sirve para Londres, Toronto o Singapur. Y, no lo duden, en poco tiempo valdrá también para Barcelona, Valencia o Madrid". Quien vaticinó este desplazamiento de los sijs a España no fue otro que Agustín Pániker. Tres años después de la publicación de su libro Los Sikhs tendría que haber añadido otra ciudad: Palma.

La puerta, tintada en un vivo amarillo, está medio abierta. En su dintel, un letrero en letras negras sobre fondo blanco: Iglesia Sikh. Gurudwara Sangat Sahib. Hace seis meses que la comunidad sij (así se ha traducido al castellano el original vocablo sikh y que no todos aceptan, como el mismo Pániker) de Mallorca tiene su lugar de oración y reunión de la comunidad en la calle Francesc Pi Margall, pero hace tres años que este templo existe en la Palma. En la isla se han instalado unos 1.000 sijs. Apenas sabemos de ellos, quiénes son. Sólo su atuendo delata a los varones sijs: el turbante blanco o de color que amaga el cabello que tienen prohibido cortarse desde su nacimiento. Ellas visten con los tradicionales saris, aunque de seguro que en la geometría de sus dibujos, en la elección de colores, hallaríamos las diferencias.

El clásico inmueble, sin estilo específico, que proliferó en los años 50 en la ciudad sirve ahora de acomodo a la comunidad cuando sábados y domingos se reúnen para escuchar música kirtan –una especie de mantra–, tradicional del Punjab, meditar y después compartir la comida, sentados en el suelo, en dos hileras largas, frente a frente. La parte superior de la casa, su primer piso, está en obras. Sólo unas banderas de color naranja, plegadas al palo, concuerdan con el letrero de Iglesia Sikh.

Tocas a esa puerta entreabierta. Una suave voz contesta. Cesa el sonido del agua. Un hombre, vestido de blanco –camisola larga y una especie de calzoncillos hasta el tobillo– con el turbante tradicional enrollado a su cabeza, cierra el grifo de un lavabo. No se inquieta, no se turba. Te invita a pasar. Una sala pequeña donde dejar el calzado da paso a un salón de grandes dimensiones, con el suelo enmoquetado en rosa chicle y, sobre él, una larga alfombra te conduce directamente al corazón del lugar: una especie de cama altar, flanqueada por flores de papel o de plástico, telas con ribetes dorados y, sobre el tálamo, el retrato de un gurú. Unas letras escritas en sánscrito sobre una seda granate circundan el lugar. Entra la luz potente del mediodía caluroso. Huele a chay, el té con leche que se suele beber en India, y al que te invita enseguida el anfitrión, Baljinder Singh.

"Llegué a Mallorca como un turista. Soy músico. Toco el armonio y la tabla. Casi siempre kirtans. Me gusta tocar en las iglesias", narra espaciando cada palabra, como quien saborea un sorbo de chay.

Nacido en el Punjab, treinta años atrás, ha vivido en Holanda, Valencia y Barcelona. En la isla lleva siete meses. Asegura encontrarse a gusto. Sólo existe un lamento. "Mi mujer, que es profesora de inglés en la universidad de Punjab, me dice que tenga paciencia, que ya llegará". Parece ser que va a tener difícil encontrar trabajo en España, "porque aquí no hay universidad de mi país; sí en Francia". No frunce el ceño cuando desvela la inquietud de su espera.

Este invierno ha ido a clases de español junto a otros niños de la comunidad sij, de la que asegura existen matrimonios mixtos, es decir, entre ellos y mallorquines. Ahora aguarda retomar sus clases en septiembre o buscar un profesor. Está "contento" en "este país", dice señalando el barrio que es Pere Garau. De los chinos subraya: "Están en otra parte". En la isla, esta comunidad religiosa se dedica, fundamentalmente, al comercio, restauración. "También tienen muchos locutorios", añade Singh.

Se le ilumina la mirada cuando habla de su lugar de nacimiento. "Lo añoro, pero no voy". Lo describe, sucintamente, como "un país de agricultores". Junta sus manos y se despide: "Sat Shri Akal". Verdadero es el Dios inmortal.