Hasta hace algunos años se podía deambular de noche por encima del Dique del Oeste. Oreado por la brisa marina, uno podía emular a un vigía en el paso de guardia de una gran fortaleza. Encima del gran dique se oteaba la ciudad nocturna, que ofrecía un bello espectáculo fulgurante, donde miles de luces coloridas se elevaban, como queriendo, inútilmente, expandirse por toda la noche estelar. En cambio, a uno le puede espeluznar si intenta imaginarse cómo veía la bahía el marinero que allende los mares arribaba a Palma con el lubricán, allá por el siglo XVIII o en los siglos anteriores. En esa época no existía la iluminación pública y al llegar la noche las tinieblas se apoderaban de la ciudad. Los plenilunios y algunas fiestas veraniegas señaladas eran las únicas lumbrarias que osaban interrumpir aquellas horas lúgubres.

El alumbrado de las ciudades más pobladas llegó a mediados del siglo XVIII. Barcelona, por ejemplo, estrenó su alumbrado público, a base de farolas de aceite, en 1752. En cambio, Palma las pasó canutas para poder conseguir instalar farolas en sus calles. Nada más y nada menos que 23 años de gestiones municipales hicieron falta para ello.

Todo empezó con una real orden de Carlos III, dada a conocer el 11 de julio de 1786, en virtud de la cual se ordenaba que todas las calles de las ciudades de sus reinos fuesen iluminadas debidamente para mayor seguridad durante la noche. Los regidores de Palma hablaron por primera vez de cumplir este mandato dos años después de su publicación, concretamente el 8 de agosto de 1788. Como primera medida para poder ejecutar la orden, se resolvió medir las calles y plazas de Palma. Por otro lado, el secretario del Ayuntamiento, Juan Armengol, escribió una carta a su homólogo de Barcelona, José Ignacio Claramunt, para que les facilitasen un modelo de farol usado en la vía pública de aquella ciudad, así como el precio de cada unidad: "Muy Señor mío y de mi mayor estimación: Consecuente a tener que informar esta Ciudad al Real Acuerdo en asunpto de Alumbrado, paso a suplicar a V. m. se sirva remitirme un Farol de los que se sirven para el alumbrado de esa Ciudad con las varillas de Fierro que lo sostienen y demás menajes de su servicio, expresando el coste que han de tener dichos Faroles...". Tardó varios meses el ayuntamiento de la ciudad condal en enviar el farol que tenía que servir de modelo a la de Palma. Mientras tanto, el maestro mayor entregó las mediciones de las calles y el número de farolas que se debían colocar para conseguir el buen alumbrado de las mismas. La conclusión a la que llegó el funcionario municipal fue la siguiente: las calles y plazas de Palma sumaban en total 34.980 varas; las farolas se tenían que colocar a 30 varas de distancia unas de las otras; por tanto, en total se necesitaban 1.166 farolas. En octubre llegó la carta del secretario de Barcelona junto a la farola modelo. Claramunt informó detalladamente del precio del farol, que entre pitos y flautas (mecheros, palomillas, garruchas, llave...) subía a la cantidad nada desdeñable de 7 libras, catorce sueldos y tres dineros. El mismo día en que se recibió la carta de Barcelona, el secretario de Palma respondió dando las gracias. Aprovechó la misiva para volver a preguntar una serie de dudas acerca del alumbrado público, como cuántas farolas había colocadas en Barcelona, qué gasto anual suponía mantener el alumbrado y de qué fondos se proveía para satisfacerlo.

Los regidores de Palma enseguida advirtieron que había que bajar el coste de cada farol: renunciaron a que éste se pudiese subir y bajar con el sistema de poleas; miraron de reducir las caras del farol, de cuatro a tres para ahorrarse un cristal; pidieron diferentes presupuestos a fabricantes de faroles y a herreros; calcularon que se necesitarían unos treinta hombres para ocuparse de encenderlos y apagarlos... Todo ese esfuerzo fue en balde, ya que después de estudiar los presupuestos y hacer cuatro cálculos, el síndico personero se descolgó manifestando que el alumbrado era muy útil y necesario, pero consideraba más urgente gastar el dinero municipal en arreglar la Font de la Vila que abastecía de agua la ciudad, así como la recomposición de caminos cuyo estado era intransitable. El intríngulis de la cuestión era que Palma, teniendo una superficie similar a la de Barcelona, sólo era habitada por unas 30.000 personas, mientras que en la capital catalana habitaban unas 120.000. Por tanto, instalar el alumbrado público suponía una pesada carga fiscal sobre los habitantes de la capital mallorquina. Sin duda éste fue el motivo por el que los regidores del Ayuntamiento renunciaron a continuar con este asunto.

Durante muchos años estuvieron los regidores dándole vueltas a este tema tan azaroso. Palma podría haber permanecido muchos años más sin sus farolas, pero la Guerra de la Independencia aceleró los acontecimientos. Durante estos años la ciudad se vio invadida por refugiados de la península, aumentó la población y también la inseguridad, y ésa fue la gota que colmó el vaso. En el noticiario de José Barberí se lee: "1812, 1 de enero. Se empezaron a encender los faroles, o alumbrado, cosa que aún no se había visto en Mallorca". El alumbrado de aceite subsistió hasta 1868, momento en que se sustituyó por el de petróleo. Unos años antes, en 1857, el Ayuntamiento publicó el pliego de condiciones para otorgar la concesión de alumbrado de gas, que se fue instalando lentamente y debió coexistir con el de petróleo durante bastantes años. Finalmente, en 1891 se hicieron los primeros intentos para instalar el alumbrado eléctrico. Empezaban, así, tímidamente, las fulgurosas noches palmesanas.