Toda ciudad tiene sus cariños. Esos lugares, privilegiados, mimados, que destacan como emblema o representaciones de su forma de ser. Pero, como compensación, también cada urbe esconde sus patitos feos. Monumentos o conjuntos que han quedado al margen, olvidados, lejos de las atenciones y los afectos colectivos.

En Palma tenemos un buen ejemplo con la torre de Paraires. Mientras otros símbolos de la época medieval gozan de cierta prestancia, esta pobre construcción duerme el sueño de los justos. Un moderno mamotreto la ha afeado para siempre. Se halla al borde mismo de la tristemente famosa curva de Portopí, recibiendo los humos de coches y camiones. No tiene ni un solo indicador, ni un signo de que es algo digno de atención.

Y, sin embargo, muchas ciudades con poco patrimonio suspirarían por poseer algo parecido.

La torre de Paraires formaba pareja con la de Portopí, más tarde recrecida para ser convertida en faro. Entre ambas se tendía la famosa cadena que cerraba esta ensenada, hecha con maderas y hierros. Una pesadísima protección que robaron los genoveses en 1412 en el curso de un ataque sorpresa.

La torre de Paraires tiene una base inequívocamente romana. Con esos sillares almohadillados tan bien acabados, y los restos de una rampa que quizás –tal como apuntan algunas investigaciones– pudiera corresponder a un faro. Lo cierto es que en los siglos romanos, cuando Portopí era un amarradero muy importante, a tenor de los hallazgos que han aparecido, esta torre ya jugaba un papel señalado.

Más tarde, algunos documentos de la época de la conquista hablan de una "torre sarraïnesca" en la zona, que probablemente corresponda a esa construcción que pervivió en los tiempos musulmanes.

Es un moumento muy interesante de contemplar. El matacán, la robustez de las paredes y sus diferentes tipos de fábrica, las aspilleras, su airosa figura. Merecería al menos un triste panel, un poco de información, algo de dignidad.

Pero le ha tocado representar el papel de patito feo de la ciudad.