El poliimputado Miquel Nadal abandona mansamente la política balear, que ha conducido con notable empeño hacia el abismo. Se trata del mismo personaje a quien Maria Antònia Munar recompensó su mayordomía con la presidencia de UM. El mismo a quien Antich nombró conseller sin rechistar. El mismo a cuyo voto recurrió Aina Calvo para coronarse alcaldesa por imperativo ético. El mismo que enredó a Josep Melià en un laberinto de ambigüedad, porque el neonato no acertaba a zafarse de su maldición.

Todos los políticos citados aspiraban a liquidar a Nadal, ninguno de ellos tuvo siquiera el coraje de desacreditarlo verbalmente. Donde fracasaron tan insignes ejemplos de comportamiento intachable, ha triunfado el taimado José María Rodríguez, que condena de un papirotazo a Nadal a los juzgados de Instrucción. Independizado de un PP sin norte, el ex conseller de Matas cumple con su agenda al minuto. No tiene oposición ni en José Ramón Bauzá, que se acuesta a diario aterrorizado al imaginar qué sorpresa le deparará su partido con el desayuno.

Rodríguez centrifuga la actualidad a tantas revoluciones que obliga a ampararse en la génesis del maremoto. La espiral desatada por la detención de Eugenio Hidalgo estuvo a punto de atraparlo, por su entusiasta complicidad con el entonces alcalde de Andratx. Antes de recuperar Ciudad Rodríguez, dinamitó a Rosa Estarás y a la nomenklatura del PP. Su sed de venganza se impone a la pereza hambrienta de la izquierda, y a una Calvo que gobernará por decreto, magro bagaje para la musa de Zapatero en Balears.