El verano es bastante pesado, para qué nos vamos a engañar. Pero justo es reconocer que nos ofrece una percepción muy distinta de las cosas. Sobre todo de la ciudad. Es como si pasásemos de vivir la realidad humana en dos dimensiones a tres. Todo adquiere una profundidad llena de sensorialidad directa, física, inmediata.

Por ejemplo, durante el resto del año una sombra es una sombra. Es decir: nada. De hecho empleamos esta acepción en el lenguaje cotidiano cuando decimos por ejemplo: "es una sombra de lo que era". Sombra equivale a irrealidad.

Pero que le pregunten a un viandante en pleno julio si la sombra es algo "irreal". Ese pequeño recortable de oscuridad que pasa inadvertido el resto del año, ahora adquiere la contundencia de una catedral. O mejor dicho, se convierte en un extracto, casi en un zumo.

Hagamos el experimento en cualquiera de estas tardes plúmbeas, cuando el aire parece un sucedáneo de avecrem. Si Si encontramos un rincón donde la sombra sea jugosa, la sensación resulta inigualable. La sombra se expande, nos permite percibir nuestro cuerpo de otra manera. Respiramos sin el agobio del calor, parece como si todos los poros se abriesen a la vez y pidiésemos acariciar hasta el menor soplo de brisa.

La sombra adquiere tal materialidad que querríamos fundirnos con ella, derretirnos como un helado de penumbra. La sombra equivale a escapar de la totalidad indiferenciada del calor, que todo lo aplasta y confunde. En ella volvemos a ser nosotros mismos. Nos segregamos del mundo pastoso de la canícula.

Cada sombra tiene su textura y su sabor. Hay sombras densas y perfumadas como el chocolate, por ejemplo algunas del Passeig Mallorca. Otras breves, concentradas, de frambuesa. Como las de algunos rincones de s´Hort del Rei. Y otras rancias, pesadotas, que tendrían un sabor equivalente al plátano mezclado con higo seco. Son las sombras de iglesias, conventos y callejones.

El calor te reconcilia entonces con esas pinturas fantásticas de la negrura.