Diario de Mallorca

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Confluencias

1)Ha muerto Bruno Ganz y los ecos se han dirigido hacia su papel de Hitler, en El hundimiento. Un Hitler con atrezo salido de tres lugares: la filmación del Führer saludando a los niños y adolescentes berlineses que han de defenderlo en la batalla final (otra forma de enviarlos al matadero); la crónica de Pawels y Bergier en El retorno de los brujos sobre los últimos días en el búnker; y, sobre todo, el libro homónimo de Joachim Fest, que también había escrito otro sobre la negación -tan honorable como peligrosa- de su padre a integrarse en el nazismo: Yo, no. Pues bien: Ganz desempeñó muy bien ese papel del final de Hitler en aquella película pero Bruno Ganz no es eso; no puede reducírsele a eso y hacerlo no es sino otra consecuencia de la inmediatez de lo contemporáneo y de la anulación de la memoria.

Bruno Ganz ha sido uno de los mejores actores del cine europeo del último tercio del siglo XX. O mejor dicho: una de sus figuras más complejas, como compleja es Europa, un continente que lleva siglos pensándose y que tiene en la literatura y el arte su mejor memoria. Bruno Ganz representaba, también, todo esto. Lo hemos visto de profesor de Derecho -y tutor de su mejor alumno- en El lector -otra película que viene de la literatura-. Lo hemos visto en manos de Eric Rohmer y de Wim Wenders, de Herzog y de Schlondorf, de Von Trier y de Angelopoulos. Y detrás, el siglo XVIII y los libros de Patricia Higsmith y Peter Handke, por citar sólo a dos. Ahí, en el mejor cine que ha dado Europa en las últimas décadas siempre estaba, agazapado, secundario, Bruno Ganz, el raro Ganz.

Pero donde de verdad aprendimos su nombre ya para siempre fue en Lisboa, dirigido por Alain Tanner. En la ciudad blanca fue nuestra película y Bruno Ganz nuestro héroe cuando todavía no sabíamos -no habíamos cumplido suficientes años- lo que es la crisis sentimental del hombre maduro. No sabíamos aún -aunque lo intuyéramos- lo que representa su desarraigo del mundo y de la vida, precisamente para mantenerse más agarrado a ella que nunca, en la conciencia de que ésta se le está escapando para siempre. En la brutal intensidad de esa conciencia.

El marino de un carguero que hace escala en Lisboa, decide no reembarcarse y allí se enamora de una camarera de su pensión y escribe a su mujer -de la que se estaba alejando cada vez más porque cada vez más se alejaba de sí mismo y no sabía ya cómo regresar- o no contesta a sus cartas y se sumerge en un extraño monólogo cuyo único espejo es la ciudad. Disculpen la extensión de la frase que sólo imita la cadencia de esa película. Aquel monólogo tortuoso y torturado frente a un amor que está dejando de serlo y otro que nace sin futuro es Bruno Ganz -su gran papel- y la ciudad blanca, Lisboa, su mejor espejo, mientras su tiempo abarca nuestro propio tiempo con la nitidez de un retrato y el aviso de una maldición.

2) Quiso el azar que Ernesto Cardenal se cruzara con un Papa -Juan Pablo II- que había sufrido los totalitarismos del siglo XX en su carne y en la de su país, Polonia. Quien ha padecido el nazismo y el comunismo no está para coqueteos políticos con la revolución de un signo u otro y Cardenal pagó por eso: se le prohibió administrar los sacramentos por su sandinismo militante. Desde entonces -aquella famosa foto de Juan Pablo II riñéndolo en el aeropuerto de Managua y él arrodillado y sonriente- sólo se supo que el mismo régimen que él había contribuido a consolidar, le perseguía inmisericordemente, una vez y otra. Ha pasado en todas las revoluciones y en todas las que haya volverá a pasar. Ahora el Papa Francisco le ha devuelto lo que Juan Pablo II le quitó y esta vez ha sido el nuncio de su santidad en Nicaragua quien se ha arrodillado frente al lecho de Ernesto Cardenal -ya muy enfermo- pidiéndole su bendición. En Europa nunca llegaremos a entender estos vaivenes americanos, como tampoco entendimos -seguimos sin hacerlo- que un Papa que tuvo el sentido de la justicia social incrustado en su genética -me refiero a Juan Pablo II y si no me creen, léanlo- permitiera la continuidad de un depredador como Maciel y cortara la de Cardenal. Pero lo mismo que ha ocurrido con Ernesto Cardenal ahora que está en las últimas, es lo que comentaba respecto a Ganz y El hundimiento: no se le puede reducir al clérigo revolucionario recriminado por Juan Pablo II, ni al teólogo soi disant perdonado por Francisco.

A eso voy. Ernesto Cardenal ha sido un traductor finísimo y un hombre de un exquisito gusto literario. Ocurre a veces con los poetas y él lo es, tan vasto como el Amazonas y Cántico cósmico su obra mayor, está en la estela -por su extensión- de Neruda o Darío y su vocación epopeica (su calidad ya es otra cosa). Pero hablaba de su labor como traductor y de su buen gusto. En este sentido, Cardenal nos acercó por vez primera -Miquel Dolç aparte- a Marcial y a Catulo y fue el gran introductor de la figura y poesía de Ezra Pound en el mundo hispanoamericano. No sólo eso: la gran poesía norteamericana -antológicamente, desde los indios- llegó impecable a la lengua española gracias a su labor y la de su amigo el escritor nicaragüense -buenísimo y apenas conocido en España- José Coronel Urtecho. Y con la figura de Pound, Ernesto Cardenal introdujo también la de Confucio -una de las obsesiones del poeta norteamericano que murió en Venecia-. Sus apologías del hombre que ayudó a Joyce y a Eliot y por tanto cofundó la literatura moderna en Europa y el mundo -sigo con Ezra Pound- nos muestran a un Ernesto Cardenal que no puede ser asociado a la ortodoxia marxista; ni siquiera a la heterodoxia, sospecho. Y que en la poesía encuentra su verdadera interpretación del mundo. Pero eso no supo verlo Juan Pablo II, muy interesado también en la poesía, aunque más preocupado -naturalmente- por la disgregación y disolución del catolicismo en las corrientes sociales que triunfaron allá por los 70 en América.

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