Diario de Mallorca

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Naturalezas

1. Vida y color. Tuve un amigo malagueño que decía que los mallorquines vivíamos en alta mar y recuerdo que cuando Chernóbil, la ola radioactiva pasó por encima nuestro a la ida y a la vuelta y luego nos prohibieron vender tordos, con lo excelente que es la carne -i ses butcetes- del tordo o zorzal. Dicen que este año apenas hay tordos, que no llegan, que ni siquiera se toman la molestia de visitarnos. Y como tampoco hay apenas oliva uno ya no sabe si los tordos tienen un servicio de inteligencia, del que los estorninos carecen. Lo que sí abundan como nunca son las abubillas o puputs y en mi casa había una lotería de pájaros con la que jugamos todos los hijos y casi todos los nietos de mis padres. 'Put-put cantaba la abubilla/ negrezuela y amarilla' se leía en la parte posterior de su pequeño cartón y si uno la reconocía en su cartulina, cantaba el número y se la apropiaba. Como un bingo inventado por un híbrido de Linneo y un Rodríguez de la Fuente con afición por los ripios. En casa ahora hay un mirlo que nos visita y saluda golpeando el vidrio y hace unos días se le ha sumado una abubilla que hace lo mismo pero desplegando su cresta art-déco a modo de saludo versallesco.

Del mar en cambio nos llegó esta semana una ballena moribunda y enseguida se le echó la culpa al plástico porque hay que echar mano de lo que está en boga y a otra cosa mariposa luego. Por lo visto chocó con un buque que la dejó turulata y lista y así llegó hasta la costa, ya cadáver, creo. Lo de cadáver le gustaba mucho decirlo a mi amigo David F. Miró, que también llamaba -como si fuera un filósofo de la escuela de los cínicos- 'colegas' a los perros. Del mar llegaba también la tormenta Helena -ciclogénesis explosiva las llaman- pero la cosa apenas se ha notado en la isla, más allá de cuatro ventoleras, media carretera de Lluch rodando por el abismo y un avión saliéndose de pista en el aterrizaje como puedas.

Avisos, quizá, como la carne contaminada que tenía que caer sobre nosotros desde Polonia y dicen que nanay, que aquí no ha llegado ni su sombra. Si es cierto, mejor así. Lo que sí va a empezar es el año del cerdo. El año chino del cerdo y parece que habrá celebración en el barrio de Pere Garau, que es nuestra Chinatown. Está claro que la inteligencia china -Confucio, ya saben- ha visto claro cuál es el símbolo de la isla, siempre por detrás de los funerales. Y se suman encantados: a eso se le llama integración y lo demás son tonterías.

2. La vida de un siglo. El origen de un libro, siempre es un misterio. No así la espoleta que al saltar lo provoca: suele proceder del amor, el tiempo o la muerte. Hace una semana oí esta frase: 'hace tres días que ya no puede recibir al Altísimo'. Fue un súbito viaje al mundo de mis padres y en él aparecieron los nombres de las mujeres que formaron la vida de mi madre: doña Ana Jaume, 'La Grande', Marieta Muñoz, Isabel Carlos, Polita Zanoguera, la generalísima María Antonia Cabrero€ Cada una en su estilo -y sus estilos eran ricos y eran variados- fueron un rostro -una personalidad- donde se reflejó mi madre y todas ellas, han aparecido, de una manera ú otra, en mis libros. Pero si hay un libro de los míos que es la summa de donde salen los demás, éste es En la ciudad sumergida y en él -se la nombre o no- está la mejor amiga de infancia y juventud de mi madre: Francisca Aguiló, que hace una semana murió con un siglo a sus espaldas. 'Hace tres días que ya no puede recibir al Altísimo' escuché por teléfono y al contestar si le podían decir que había llamado el hijo de Adela, la voz respondió: 'está muy mal, ya no oye ni entiende; se lo puedo decir pero no lo oirá, lo siento'.

Francisca Aguiló era Palma entera y vivía en su epicentro, entre la iglesia de San Miguel y el mercado del Olivar. Tras el mirador de su casa se agitaba la Palma comercial y pequeño-burguesa. Nunca la vi sin la sonrisa en los labios, como quien se los pinta. Era inteligente, divertida y de una fortaleza a prueba de bomba. Amaba Palma -debido a su matrimonio vivió unos años en un pueblo y regresó inmediatamente al enviudar-, pero siempre creí que amaba la ciudad porque ella era también la ciudad, formaba parte de su riego sanguíneo. Francisca era hija del médico Aguiló de Son Servera, que había sido el médico de mis abuelos maternos y durante mi infancia visitaba su casa con mi madre, frente a San Miguel y esa casa la encontré después leyendo El jardín de los Finzi-Contini. Casa Aguiló -más sombría- y Casa Muñoz -la casa de la luz- eran dos casas donde la alegría habitaba entre sus muros con una generosidad inhabitual. Hablo de los primeros sesenta y de una Palma que ya no existe.

Cuando mi madre estaba muriéndose, vino Francisca a despedirse de ella. El encuentro -que fue tan maravilloso como inolvidable: nada existía alrededor de aquellas dos amigas que se despedían sin despedirse, entre risas y abrazos y recuerdos sólo suyos- lo tengo escrito. Y en una de las misas que celebramos por el alma de mi madre, Francisca Aguiló -cuando venía salíamos juntos del brazo- me pidió que le hiciera una promesa: 'José Carlos, has de venir al meu funeral; m'ho has de prometre'. 'Si som viu, aniré, Francisca, t'ho promet', contesté y pasamos a otra cosa. Mientras tanto -de esa promesa hace casi ocho años- iba muy de vez en cuando a visitarla a su casa. Me contaba cosas de su vida de soltera, de su marido, de nuestra familia Alabern, de los vestidos idénticos que les hacía mi tío-abuelo Carlos -a ella y a mi madre- en Las Monjas -el negocio familiar-, de mi padre y de cómo la vida separa sin hacerlo y vuelve a unir como si nada, cuando dos mujeres se quieren como se quisieron ellas dos. Todo esto frente a una fotografía suya, muy guapa y montada a caballo, y desde un humor inteligente y una alegría, repito, incombustible. Las últimas veces nos encontramos por la calle y ella ya iba en silla de ruedas y estaba cansada del peso del tiempo -'ja no queda ningú€'- pero su voz tenía la misma fuerza de siempre. Como su mirada, de mujer listísima.

El lunes de esta semana pude cumplir mi promesa. En agosto pasado había cumplido un siglo y tengo la impresión de que ese siglo es la vida no sólo de la ciudad, sino la vida entera. De la mía, desde luego.

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