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Eureka: La realidad existe

La mayor parte de personas vivimos entre la realidad y el deseo, como tituló Luis Cernuda la totalidad de su poesía. Sin el deseo no soportaríamos la realidad y sin la realidad, el deseo acabaría desquiciándonos. Es uno de los equilibrios de la vida y cada cual lo lleva como puede y sabe. Pero cada vez son más los que sostienen que la realidad no existe y ya no sé si esto es consecuencia del triunfo del relativismo -esa cosa insoportable y tramposa- o de una mala digestión de teorías seudo-orientales. Y sucede que cada vez que se escucha que la realidad no existe, uno acaba sospechando que esa inexistencia -moldeada a través del deseo- responde a intereses meramente egoístas del sujeto que la esgrime. Para muchos, simplemente, no existe -con lo que la culpa y la responsabilidad de sus actos desaparece por arte de magia- y otros la olvidan, por evidente que sea -con lo que también-. Unos y otros suelen ser firmes defensores de la existencia de múltiples realidades, lo que tiene su guasa porque siempre acaban acogiéndose a la que más les favorece. Cuando oigo la afirmación de "esa es una realidad, pero hay otras", desaparezco. Por una cuestión de higiene mental, desaparezco.

El asunto se agrava cuando pasa de lo personal a lo público. Mientras nuestros deseos y nuestra realidad son sólo nuestros y de las personas con quienes convivimos más o menos íntimamente, nada grave ocurre a no ser que seas una bestia parda. Nada grave ocurre, quiero decir, que no sea consecuencia de la vida. Pero cuando es fruto de un constructo -como por ejemplo, el discurso político- ahí la vida pasa a segundo o tercer plano, si no se elimina directamente. Es lo que suele ocurrir cuando las cosas se ponen muy feas políticamente: que la vida no vale un pimiento. Pero antes de que eso pase, se producen distintos fenómenos de hipnosis colectiva cuyos sujetos pasivos son capaces de afirmar -y si la cosa empeora, de hacer- cualquier disparate.

Esta semana ha habido dos casos públicos y muy aireados de enfrentamiento entre la realidad y el deseo. Un deseo nacido de la obnubilación por un lado, y otro del incomprensible derecho a pedir explicaciones a quien sea. Preguntar por costumbre, o pedir explicaciones, o afirmar sobre la vida de los demás sin conocerla -incluso conociéndola por encima, ya que nadie conoce a fondo la vida de nadie- son maneras de "fer els comptes" o fiscalizar al otro: una forma como otra cualquiera de pésima educación. Pero vayamos a los casos apuntados pues ambos han sucedido en nuestro país y ambos son fruto del constructo político, que por todo se extiende y no para bien ahora.

El primero ocurrió en una manifestación donde un agente forestal le espetó a un mosso d'esquadra que por qué no defendía "la república" como estaba haciendo él al manifestarse contra el gobierno de España y su consejo de ministros en Barcelona. Todo en medio del jaleo y los empujones. A lo que el mosso respondió, más o menos, que esa república no existía por ningún lado y en el fragor del follón, tildó de idiota al agente forestal por creer en algo que no existe. Y es cierto que la república catalana no existe, como lo es que la idiocia es una tara que no se lleva muy bien con la realidad. De hecho el diagnóstico fue más acertado que insultante: uno de los rasgos patológicos de la idiocia es la persistente incomprensión de la realidad. El idiota suele ser tozudo en su visión de las cosas y muy a menudo la tozudez es una agresiva defensa del que no da para más.

El segundo caso ocurrió en el concierto-aniversario del disco Mediterráneo, de Joan Manuel Serrat. El cantautor fue interpelado por un asistente, que le exigió que cantara en catalán, cuando ninguna de las canciones que forman el elepé Mediterráneo fue escrita en catalán, como bien sabemos los que amamos ese viejo disco. Estamos hablando del cantante que no quiso representar a España en Eurovisión en 1968 porque no podía hacerlo en catalán, ¿recuerdan? Estamos hablando de quien, desde la crítica, arriesgó el tipo durante el franquismo, mientras otros que nada hicieron entonces (innumerables, de tantos que son) sacaron gran tajada una vez llegada la democracia. Pero ambas exigencias -la del agente forestal y la del asistente al concierto- partían de un deseo insatisfecho que sus protagonistas tomaban como realidad única: la policía catalana existe para defender la república catalana, y los cantantes catalanes han de cantar en catalán y sanseacabó. A eso se le llama vivir en el País de las Maravillas.

La realidad -que si se le da la espalda, acaba siendo aplastante- tomó forma en las frases del mosso d'esquadra y del cantautor barcelonés y lo hizo, en los dos casos, con cierto humor (y en el caso de Serrat con elegancia añadida). Lo cual no está mal porque cuando el deseo se dispara y encocorota es difícil que la realidad tenga respuesta que lo aplaque y evite que la situación se tense aún más. Se trata de que la realidad no se contagie del exabrupto, que no haga que la frustración del deseante crezca, que no se establezca una esgrima de las que sabemos como empiezan pero nunca como pueden terminar. "Llevo cantando estas canciones desde hace muchos años y en distintas partes del mundo y nunca me habían pedido lo que usted me ha pedido esta noche; o sea que es usted muy original, créame". Algo así le dijo Serrat a su interlocutor, que callóse y no pasó nada más.

En cuanto a la lógica del mosso d'esquadra, nos recuerda a esos justos de la Biblia que los ángeles buscan sin hallarlos, porque su sola existencia ha de apaciguar la ira de Dios e impedir el cataclismo que se avecina (hablo, claro está, de la Biblia). O sea que en vez de investigarlo como se dice que están haciendo desde el Govern, lo que deberían hacer es ascenderle y conservarlo como oro en paño. Porque en esa clase de sensatez perdida está la salvación de cualquier sociedad que se precie de serlo.

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