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Literatura y libertad

No creo que nadie piense que lo ocurrido en estas últimas semanas haya sido por azar, si no que es otro signo de los tiempos. Me refiero a que el Premio Nacional de Novela haya recaído en una mujer -Almudena Grandes-, el de poesía en otra -Antònia Vicens-, el Nacional de las Letras, también -Francisca Aguirre- y el Cervantes en la poeta uruguaya Ida Vitale, lo que denota una clara implicación institucional en la literatura escrita por mujeres. Pero aquí habría que romper una lanza a favor de la literatura a secas -al margen de instituciones-, que ya en su forma de nombrarse siempre ha adoptado el género femenino. Y que siempre, siempre ha sido un espacio de libertad. O más aún: el mejor y más refinado espacio de la libertad humana.

Los que somos escritores, críticos literarios o lectores consumados y por la literatura consumidos, hemos crecido y nos hemos hecho entre mujeres, no sólo entre hombres. No importa haber leído a Safo -que también lo hicimos- para saberlo. Siempre hemos leído libros de mujeres sin hacer distingos: como leíamos los libros de los hombres, aunque atentos al diferente enriquecimiento que aportaba la mirada femenina. Digo diferente, no mejor ni peor, porque en literatura la calidad es el verdadero valor y ahí siempre hemos sabido -escritores, críticos y lectores- que no es el sexo de su autor el pilar donde se basa esa calidad. La innovación y la diferencia, sí, pero no el valor. Y quizá porque nací en una casa donde mi padre leía con frecuencia a Santa Teresa -prácticamente hasta pocos días antes de morir- y mi madre recitaba con bastante alegría a sor Juana Inés de La Cruz, nunca pensé en la literatura como un ghetto masculino y sigo sin pensarlo.

Leíamos a Emily Dickinson y a Silvia Plath; leíamos a Virginia Woolf, deslumbrados por su inteligencia; leíamos a Colette y a Françoise Sagan y antes a Madame de Lafayette y su novela tan moderna, La princesa de Clèves, escrita a principios del XVII; leíamos a Jane Austen y a George Eliot y después a Karen Blixen; leíamos a sor Juana Inés de La Cruz y a María de Zayas y a Rosalía de Castro y a Emilia Pardo-Bazán€

Leíamos sus libros como leíamos los de sus contemporáneos masculinos -tan deslumbrados o tan críticos, quiero decir- o leemos ahora a Alice Munro: exactamente igual. Y si hago memoria reciente, de entre los últimos leídos -seguro que me dejo alguno- aparecen, con la naturalidad de siempre y sin que nadie reivindique nada, cuatro mujeres: Pauline Dreyfus -Son cosas que pasan-, Chantal Thomas -Souvenirs de la marée basse-, Edna O'Brien -Casi unas Memorias- y Jessa Crispin y su Complot de las damas muertas. Y, por supuesto, los poemas premiados de Tots els cavalls, de Antònia Vicens. En fin, lo normal cuando uno habita y es habitado por la literatura, que es el lugar donde, me parece a mí, menos tonterías y tropelías sexistas suceden. Al revés, repito: la literatura es el mejor espacio de libertad; es más: regala una libertad muy superior a la que concede el dinero, ese medio donde todo el mundo se ve libre y acaba esclavo.

La flamante y maravillosa Premio Cervantes, Ida Vitale, recordaba el otro día que su país, Uruguay, 'siempre ha sabido reconocer el talento femenino'. Y añadía: 'no he tenido nunca la sensación de que las mujeres hayan estado en segundo plano'. Y al leerlo pensé en las poetas uruguayas Idea Vilariño -que versificó la imposibilidad del amor mejor que nadie- y Juana de Ibarbourou. Como pensé en las argentinas Alejandra Pizarnik, Alfonsina Storni, Silvina Ocampo y su hermana, la gran Victoria, quizá la mujer más poderosa en la literatura del siglo XX. Más poderosa que cualquier hombre, Borges o Bioy Casares -que le debieron tanto- incluidos. Hablo de un poder que arrancaba en Buenos Aires pero llegaba hasta el corazón del París literario.

Recientemente se estrenó La buena esposa, una película que narra como le conceden el premio Nobel de Literatura a un conocido escritor y el secreto -tan obvio, por otra parte- que esconde: es su mujer quien escribe sus libros. Al mismo tiempo Keira Knigthley no para de hacer declaraciones sobre Colette -da cuerpo a la escritora en un biopic a punto de estreno- 'descubriéndonos' que Colette era sexualmente versátil y autora, además, de los libros de su marido Willy. Como La buena esposa. Pasa a menudo con la gente del cine y del teatro -también entre según qué escritores- que cuando llegan a un lugar desconocido hasta entonces y leen cuatro cosas sobre el mismo, hablan como si lo supieran todo y luego a otra cosa mariposa. Pues muy bien. Ahora se pondrá de moda a Colette, vía reivindicación, pero no hay nada nuevo bajo el sol. Colette está traducida en España desde hace mucho tiempo. En los años 30 ya se la leía y fue, por cierto, una de las escritoras favoritas de Llorenç Villalonga, sí, del que su Mort de dama, debe ciertos rasgos de humor a la escritora francesa.

No sólo eso: hace más o menos treinta años -cuando la tele no era la bazofia actual-, TVE emitió una serie sobre la vida de Colette donde se narraba tanto la impostura literaria de Willy como su separación matrimonial, su fortaleza y genio, su relación con la literatura y también con el sexo y las mujeres (en 2017 fue un éxito en Francia el libro Colette et les siennes, de Dominique Bona, que narra sus relaciones a varias bandas durante la Gran Guerra). O sea que Colette, como ocurre con las buenas escritoras, siempre ha estado ahí, incluso cuando Keira Knigthley -que ahora se llena la boca como si la hubiera descubierto- era una niña. Y nunca hubiera sido tan libre -ni tan feliz, sigo refiriéndome a Colette-, de no haber sido por la literatura: la de los demás -escritores y escritoras- y la suya propia. ¿Y si hubiera ocurrido por todas partes lo mismo?

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