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Eduardo Jordà

¿ETA era una banda de ´Death Metal´?

ETA se ha disuelto", le oí decir a alguien en el autobús, el otro día. La noticia no despertó ninguna emoción. No hubo comentarios entusiastas, gritos, aplausos ni exclamaciones de júbilo. Hace veinte o treinta años estoy seguro que sí los habría habido, pero aquel día, en el autobús, no hubo nada más que un silencio aburrido, como ese silencio espeso que flota en las salas de espera de los hospitales. De hecho, no estoy muy seguro de que la gente de menos de treinta años -o incluso de algunos más- supiera muy bien de qué estaba hablando aquel hombre. ¿ETA, qué diablos era ETA? ¿Una nueva app de móvil? ¿Una moneda virtual como el bitcoin? ¿O tal vez una oscura banda de Death Metal, esa clase de música que suena como una taladradora en manos de un adolescente psicópata?

A estas alturas, oír la noticia de la disolución de ETA viene a ser lo mismo que oír la noticia de la separación de un oscuro grupo de rock que todo el mundo creía que había desaparecido hace siglos. Algo así como oír que unas bandas como Molosh o Cannibal Corpse anunciaran solemnemente su disolución ante un público indiferente que creía que nadie tocaba ya esa música desde hacía al menos veinte años. Y hablo de esos grupos grotescos que tocan Death Metal porque ETA fue a la política lo mismo que el Death Metal ha sido a la música: una pesadilla sin paliativos, un horror indescriptible, una murga que solo puede interesar a alguien que no esté bien de la cabeza. Sólo que esa murga ha dejado atrás ochocientos muertos y miles de heridos y mutilados. Y además, un manto espeso de complicidad y cobardía y silencio en esos pueblecitos aparentemente idílicos del País Vasco o de Navarra que se llaman, por ejemplo, Alsasua. ETA decía que luchaba heroicamente contra el franquismo que aún vivía entre nosotros, pero si hubo un franquismo residual en España, durante todos estos años que van desde la Transición hasta el nuevo milenio, fue ese franquismo inamovible de los chivatos y los curas melifluos y los profesores que daban Formación del Espíritu Nacional (abertzale, en este caso). ¿Hay algo más franquista que el vecino que espía, oculto desde los visillos de su salita de estar, al vecino que se atreve a hacer algo que se considera inadecuado? ¿Hay algo más franquista que vigilar a quien piensa distinto para correr a denunciarlo? ¿Hay algo más franquista que la apología continua de los coros y danzas? ¿Y hay algo más franquista que la ideología que ensalza a los labriegos que viven en paz en su caserío, sin más compañía que una mula y un buey y un crucifijo?

Porque la ideología de ETA, se mire como se mire, no tenía nada de revolucionaria ni de transgresora, sino todo lo contrario, ya que no era más que odio a la modernidad y nostalgia incontrolable de la aldea incontaminada, en la más pura tradición del supremacismo etnicista de Sabino Arana que venía de lo más rancio y más agusanado del carlismo -una ideología decimonónica de curas y beatas y labriegos analfabetos-, sólo que enmascarado con una mezcla grotesca de lucha antiimperialista y de romanticismo ecologista con un toque flower power. Una bonita fábula de lo pequeño contra lo grande, de lo natural contra lo artificial, de lo auténtico contra lo falsificado y de lo puro contra lo impuro, y que gracias a su atractivo engañoso pudo seducir a algunos jóvenes de los años 70 intoxicados por la ideología y atraídos patológicamente por la violencia y por el totalitarismo político. Todo, por supuesto, era más falso que esos disfraces que llevan las bandas de Death Metal. Todo falso, sí, salvo los muertos y los heridos y los amenazados y los secuestrados y los huidos.

Lo malo es que ETA se ha ido, pero su ideología sigue aquí. Y en el mundo inhóspito de la globalización y la precariedad laboral y los pisos turísticos que expulsan de las ciudades a quienes no pueden pagar unos alquileres prohibitivos, esa nostalgia enfermiza de la utopía rural, bien vigilada por los nuevos curas y los nuevos profesores de espíritu nacional, seduce aún a miles y miles de ciudadanos que creen encontrar una respuesta a un mundo demasiado complejo en el que todos nos sentimos inseguros y desprotegidos. Y muchos de los que sueñan con una Cataluña independiente están soñando, sin saberlo -o sabiéndolo-, con la misma clase de utopía funeraria en la que creyó ETA. Y esa ideología, nos guste o no, sigue gozando de muchísimo atractivo. O sea, que el Death Metal de ETA se ha ido, pero su música atronadora sigue aquí, aunque ahora se haga pasar por una especie de dulce folk soñoliento.

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