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EL INGENUO SEDUCTOR

La sociedad del daño

Tres bomberos sevillanos se enfrentan a una condena de prisión en Grecia por salvar la vida de los refugiados que llegaban a la isla de Lesbos hace dos años. Ellos, que decidieron invertir el tiempo libre de sus vacaciones en la ayuda a los más débiles y desesperados, no soportaron ser meros espectadores del mayor éxodo de personas de los últimos cincuenta años y tomaron la sensata decisión de salvar vidas. Eso, para la sociedad ejemplar que estamos construyendo, resulta sospechoso. En un sistema en el que nadie hace nada por nadie, en el que el individualismo adquiere categoría de dignidad, dudamos de la buena fe, de la solidaridad. Las autoridades relacionan acción humanitaria con inmigración ilegal y así ventilan un problema principal: el de sus conciencias. Esa noticia fue la que me llevó a pensar en el rotundo fracaso de esta sociedad nuestra cuya principal equivocación es haberle permitido al daño, a la perversidad, a lo nocivo, actuar como motor de progreso. Las buenas decisiones, las aportaciones constructivas, son silenciadas, despreciadas o castigadas. Solo el daño pone en marcha el motor del desarrollo. La industria de la destrucción se alía con las industrias de la seguridad y la reconstrucción y a eso hemos venido a bien definirlo como prosperidad.

El paisaje urbano ha cambiado. Las amplias calzadas peatonales ahora están protegidas por voluminosos obstáculos de cemento, instalados con la brusquedad de la urgencia, que velan por nuestra seguridad. Y caminamos entre ellos, interiorizando todo lo que significan e ignorando todo lo que significan. El daño ha alterado nuestro horizonte. El mal siempre provoca reacciones inmediatas y la amabilidad, la educación, se van quedando arrinconadas, a la espera de volver a ser necesarias. Construir zonas verdes, crear espacios libres de contaminación, respetar el bien comunitario, son consignas complejas para instalar en el mapa cotidiano de cualquier localidad. Sin embargo, el mal actúa y todo el mundo baila al son que toca. La bondad es vaga. El perjuicio es más productivo.

Hemos diseñado una escafandra a imagen y semejanza de nuestra indolencia. Creemos que si este mundo apesta, si esta sociedad apesta, es por culpa de los políticos, de los banqueros, de los empresarios ambiciosos y del club Bilderberg. Así podemos levantarnos cada mañana pensando que el hedor proviene de las tuberías, que nada podemos hacer más allá de abrir las ventanas, de vez en cuando, para airear la estancia. Y nos equivocamos. Cada uno de los ciudadanos que formamos una comunidad somos responsables del modelo de sociedad que nos rodea y de los valores que la estimulan. Y estamos progresando desde el daño a los demás, desde el deterioro de la comunidad, a favor del beneficio particular.

Por ejemplo, estamos asumiendo con escandalosa pasividad que una vivienda de alquiler sea un lujo. Que el parque inmobiliario de las grandes ciudades, o las localidades turísticas, sea un juego de mesa con el que recrearse en la especulación y la codicia. Y lo llamamos progreso, bienestar, bonanza, y nos quedamos tan tranquilos. Que una familia no pueda encontrar un alquiler razonable en una ciudad como Palma porque o bien la cantidad reclamada es del todo desproporcionada o bien no alquilan por larga estancia porque están esperando hacer caja con el alquiler turístico, es un fracaso de la comunidad y un homenaje a la avaricia como modelo de conducta. ¿Cuántas personas han recibido, en el último año, una llamada de su casero diciendo que le tiene que subir el alquiler porque con 700 euros al mes "pierde dinero"? Muchas. El individuo piensa que imitar la táctica de los grandes depredadores es la mejor manera de sobrevivir. Y si para eso debe fracturar la vida de sus conciudadanos, lo hará. El daño como factor de progreso.

Volvemos a permitir que la conducta más reprobable dictamine el modelo de sociedad y convivencia. No nos paramos a estudiar el caso, a buscar una solución que no destruya la coexistencia, a frenar el auge del daño y a educar en el presente para al menos poder predecir el error del futuro. Lo hacemos mal, conscientemente la mayoría de las veces, pero como es 'el signo de los tiempos', como 'las cosas están así', como 'nada es como antes', afrontamos con modélica insolidaridad el daño que nuestras decisiones causan en los demás pero seguimos abriendo el periódico pensando que la culpa siempre es de los poderosos. Y en ocasiones el poder radica en hacer viable la convivencia. Y en ese aspecto, todos somos responsables.

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